Un Belgrano al gusto de quienes tratan de legitimar su propia ideología
Por Marcela Ternavasio e Hilda Sabato
Desde que tenemos memoria, Manuel Belgrano es una de las figuras más celebradas y narradas del pasado argentino. No solo recordamos su retrato en aulas, libros de lectura y revistas infantiles, sino que hasta hace muy poco era, junto con San Martín, uno de los dos únicos "próceres" cuya fecha de fallecimiento había quedado consagrada como feriado nacional. Desde el siglo XIX, ambos ocupan el escalón más alto del panteón de héroes de la patria, y ese lugar se ha visto confirmado, una vez más, con la declaración de 2020 como el "Año de Manuel Belgrano", para conmemorar 250 años de su nacimiento y 200 de su muerte. La ocasión ha dado lugar a la multiplicación de homenajes e intervenciones públicas en todo formato posible, ratificando su lugar en la memoria histórica de los argentinos.
Sorprende sin embargo la reiteración de expresiones que hacen referencia al "héroe olvidado", a un presunto ocultamiento de facetas de su vida y obra, a la necesidad de develar lo que hasta ahora se silenciaba
En ese clima de apoteosis belgraniana, sorprende sin embargo la reiteración de expresiones que hacen referencia al "héroe olvidado", a un presunto ocultamiento de facetas de su vida y obra, a la necesidad de develar lo que hasta ahora se silenciaba. No se trata de una exhortación a investigar en profundidad para darle densidad histórica a su figura y sortear los límites del mito. Por el contrario, predomina en el espacio público una renovada operación de mistificación que atribuye a Belgrano propósitos e ideas propios de nuestro tiempo y, sobre todo, coincidente con la ideología de sus circunstanciales apologistas. La operación no es novedosa, ya que el pasado ha sido siempre una cantera para la invención de relatos y genealogías donde se anclan las identidades de grupos diversos y a la que los gobiernos recurren para trazar sus propias épicas. La construcción social de los próceres y sus "usos públicos" revelan que el campo de la memoria histórica es siempre un espacio de disputa entre diferentes actores y que en sus panteones los héroes no siempre descansan en paz.
Belgrano, a primera vista, parece haberlo logrado. Desde su consagración como padre de la patria, su lugar no ha sido cuestionado y ha superado todas las pruebas en el terreno de confrontación por el pasado. Se lo representa como símbolo de virtudes cívicas, entrega a la patria, renuncia a sus privilegios de cuna, temple frente a las victorias y también a las derrotas. Esta imagen se apoyó en dos supuestos cristalizados en la emblemática obra de Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, que atribuyen al personaje una vocación independentista y una identificación con el espíritu de una nación que habría existido en potencia antes de la Revolución de Mayo. Ocupó así el lugar de una suerte de precursor del rumbo histórico que, décadas después, culminaría en la conformación de la República Argentina. Y quedó asociado al mito de origen de nuestra nacionalidad, mito que atravesó con notable éxito las seculares divisiones políticas e ideológicas del país y que no solo hizo suyo la llamada "historia liberal", sino también sus detractores más enconados. En ese punto de confluencia, las versiones instaladas y las repetidas en los últimos tiempos se nutren –tal vez sin advertirlo– de la matriz que Mitre nos legó cuando buscaba dotar al nuevo Estado nacional, en proceso de construcción, de un pasado heroico que habría prenunciado el camino de un futuro de grandeza.
La figura del "precursor" Belgrano regresa entonces como adalid del espíritu independentista de la nación en ciernes, pero arropado con nuevos atuendos. En estos días de conmemoración, se ha generalizado una imagen que trasciende las grietas políticas y culturales, para descubrirlo como campeón de la reforma agraria, promotor de la industria, partidario de un Estado intervencionista, pionero de la igualdad social y de género, y abanderado de una educación pública estatal. Erigido así en heraldo de causas y conquistas alumbradas en épocas muy posteriores, se reinterpreta en clave contemporánea un ideario nutrido de las concepciones de su tiempo. Esta suerte de "belgranismo a la carta" pergeña una traducción libre en la que los principios fisiocráticos y de la nueva economía política del siglo XVIII se convierten en postulados afines a las políticas agrarias e industrialistas del siglo XX; las difundidas aspiraciones ilustradas de educar a la sociedad para superar el mal de la "ociosidad" y disciplinar la mano de obra se leen como visionarios designios de educación popular propia de los Estados modernos, y las propuestas de educar a las mujeres para que inspirasen en sus hijos y maridos conductas de laboriosidad en pos de convertirlos en "hombres útiles" declinan hacia un discurso feminista y de igualdad de género.
La dificultad que presentan estos relatos no es solo la de pasar por alto a Belgrano como figura de su tiempo, de la Ilustración y de la revolución, con sus ideas y acciones que, sin ser las nuestras, dejaron su marca en la forja de nuestro país. Estos intentos de reinventarlo incurren en aquello que sus enunciadores suelen reprochar: el olvido, el ocultamiento o el mero silencio. Ante la incomodidad que les genera la conocida adhesión de Belgrano a las formas monárquicas de gobierno, prefieren ignorar su larga trayectoria como alto funcionario de la corona a la que servía con convicción para centrarse en sus intervenciones en el consulado como publicista "de ideas avanzadas" –ancladas (eso no se dice) en la propia monarquía–, o eludir el liderazgo que asumió como promotor de los planes para coronar a la infanta Carlota Joaquina de Borbón como regente de América, mientras convierten su propuesta de establecer una monarquía constitucional encabezada por un descendiente incaico en emblema de un latinoamericanismo avant la lettre con base en los pueblos originarios.
Se ha reinventado así un Belgrano al gusto de quienes, enarbolando la consigna de develar lo que presumiblemente ha sido ocultado, buscan legitimar su propia ideología adjudicándola a una figura ya arraigada en la memoria de generaciones de argentinos. Pero no estamos frente a un desconocido que requiere ser "descubierto". Por el contrario, no solo ha sido prócer indiscutido en la hagiografía patria, sino que ha recibido la atención de generaciones de historiadores que, siguiendo las reglas del oficio, han analizado su vida y obra, mostrando su inserción en el tiempo en que le tocó vivir y tratando de entender sus ideas y sus acciones. Más que postular una continuidad sin fisuras como aparece en los relatos actuales, estas indagaciones muestran las vicisitudes de una trayectoria que estuvo marcada por un giro radical, la del funcionario y letrado de vida acomodada que a partir de 1810 pasó a ser un hombre de acción, destinado por sus compañeros de ruta a un terreno que desconocía –el de las armas– y que aceptó con abnegación y espíritu patriótico.
En ocasión de esta conmemoración, contamos entonces con material más que suficiente para honrar a Belgrano sin reducirlo a una caricatura y para enriquecer nuestra memoria histórica tendiendo puentes con el pasado que pongan en evidencia las distancias que nos separan de los hombres y mujeres que hicieron la revolución y a la vez nos conecten con sus afanes y sus luchas. Para ello, evitemos entonces violentar la memoria de nuestro homenajeado, atribuyéndole ideas, propósitos y acciones extraños al horizonte de lo pensable e imaginable en aquellos años. Respetar su legado sería el mejor modo de rendirle tributo.
Historiadoras investigadoras del Conicet en la UBA y la Universidad Nacional de Rosario