Un alegato contra la ideologización de la Justicia
La sentencia en un jury que acaba de concluir en la provincia de Buenos Aires se lee como una defensa de la independencia de los jueces frente a presiones y corrientes políticas que condicionan las decisiones judiciales
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¿Los jueces pueden ser destituidos por una sentencia que no satisfaga a alguna de las partes o a ciertos sectores del poder o la política? ¿Se los puede castigar por un fallo que no se ajuste a determinados cánones ideológicos? ¿Están expuestos a perder su cargo por no valorar los hechos o las pruebas en sintonía con algunas franjas de la opinión pública o con la postura de grupos militantes? Aunque parezcan absurdas en un sistema republicano, estas son las preguntas que rondaron un proceso de enjuiciamiento que acaba de terminar en la provincia de Buenos Aires. Fue un jury que pasó casi inadvertido fuera del mundo abogadil y judicial, pero que estuvo a punto de “cargarse” a dos magistrados bonaerenses por una sentencia que no les cayó bien a sectores identificados con el feminismo declamado por el gobierno de Alberto Fernández.
Hace falta una breve exposición de los hechos. Todo se remonta al año 2016, en Mar del Plata, cuando llegó muerta a una sala de primeros auxilios una adolescente que se llamaba Lucía Pérez. Hasta allí la habían llevado tres hombres, que luego enfrentaron un juicio bajo la acusación de autoría o participación en un presunto femicidio antecedido por un abuso sexual. El hecho conmocionó a la sociedad y se convirtió en un caso emblemático del movimiento Ni Una Menos. La fiscal que intervino en una primera instancia habló de una “muerte por empalamiento”, aunque luego terminó apartada, cuando los peritajes científicos confirmaran que eso nunca había ocurrido.
Tres jueces (Pablo Viñas, Facundo Gómez Urso y Aldo Carnevale, del Tribunal Criminal Nº 1 de Mar del Plata) examinaron los hechos y, después de valorar la prueba, entendieron que no había sido un caso de femicidio y que no había existido abuso sexual, sino una muerte por aparente sobredosis. Condenaron a los acusados a 8 años de prisión por comercialización de drogas, en una pena agravada por haberle vendido a una menor y en la puerta de un colegio. Pero los absolvieron de los cargos de abuso sexual y femicidio. ¿Un fallo opinable? Por supuesto. ¿Revisable? Desde ya. ¿Equivocado? Tal vez. De hecho, intervino el Tribunal de Casación y ordenó un nuevo juicio en el que los mismos acusados fueron condenados por abuso sexual y femicidio, después de que las pruebas y los hechos se interpretaron de otra forma.
Hasta ahí las cosas hubieran transitado por los carriles normales del sistema judicial si no fuera porque los integrantes del tribunal que llevó a cabo el segundo juicio estaban advertidos de que fallar en el mismo sentido que los primeros les acarrearía, seguramente, un pedido de juicio político, como ya enfrentaban los magistrados de la sentencia inicial.
Ocurre que un grupo de legisladores y funcionarios del último gobierno kirchnerista, encabezado por Victoria Donda y Gabriela Cerruti, acusaron a los jueces que dictaron la primera sentencia de “mal desempeño”. Les reprocharon no haber fallado con “perspectiva de género”, haber hecho un juzgamiento “patriarcal de la víctima” y haber actuado con un “criterio androcéntrico”. El entonces presidente Fernández se sumó a la presión. Posó con una camiseta con el rostro de Lucía, calificó el hecho de un “femicidio” y advirtió que no iba a “permitir la impunidad”. Falló antes que la Justicia.
Lo cierto es que la ofensiva política por aquella sentencia derivó en la suspensión de los magistrados, que, después de valorar las pruebas, bien o mal, concluyeron que no había ocurrido un abuso, sino relaciones consentidas, ni tampoco un femicidio, sino una muerte derivada del exceso en el consumo de drogas. Los mismos jueces habían fallado con severidad en otros casos en los que sí habían encuadrado los hechos como violencia de género. En sus carreras judiciales no tenían manchas de ningún tipo ni denuncias por arbitrariedades o desvíos. Pero su fallo en el caso de Lucía no satisfizo las expectativas punitivas de un sector del poder que, montado sobre una hipótesis de la fiscal que luego se reveló falsa, había encuadrado los hechos por fuera del proceso y había incurrido en un auténtico pre-juicio.
Todos estos antecedentes acaban de ser revisados en un jury de enjuiciamiento que condujo, con ecuanimidad y profesionalismo, el presidente de la Suprema Corte bonaerense, Daniel Soria. Se hizo sin estridencia y lejos de los reflectores, pero cientos de jueces y abogados siguieron por Zoom sus alternativas con especial atención: en esas audiencias se jugaba un principio básico del Estado de Derecho, como es la independencia de los jueces. La destitución de esos dos magistrados (el tercero no llegó al jury porque se había jubilado) hubiera implicado un mensaje desolador para toda la Justicia. Una condena en el jury se hubiera leído, inevitablemente, como una advertencia directa a aquellos jueces que fallaran en contra de las presiones políticas, de los ideologismos de moda o de los “consensos” de la opinión pública. Hubiera sido, de algún modo, la consagración de una justicia militante o de virtuales “tribunales populares”. Y habría avalado la idea de que si el juez no falla como creemos que debería hacerlo, falla mal.
El jury, por unanimidad, absolvió a los dos jueces y ordenó la inmediata reposición en sus cargos, restituyéndoles además el recorte salarial que les había sido impuesto durante una suspensión que se extendió por tres años. No es un fallo condescendiente. Sugiere, incluso, la conveniencia de revisar el sistema sancionatorio de los magistrados para que existan alternativas intermedias (ni tan suaves como el mero apercibimiento ni tan extremas como la destitución) para los casos en los que se produzcan errores groseros, pero sin mala fe, o actitudes poco profesionales en el curso de un proceso. Pero es un fallo que preserva el principio vertebral de la independencia de los jueces. Y que le devuelve al jury el sentido de una herramienta para ser utilizada ante casos de corrupción o de arbitrariedad o negligencia extremas, no como una amenaza para cualquier juez cuya sentencia genera dudas o desacuerdos.
¿Hubieran terminado acusados los jueces de Dolores si no dictaban perpetuas por el crimen de Báez Sosa?
El resultado de este jury es leído por miles de jueces como un mensaje tranquilizador. Les dice algo que podría traducirse así: “fallen de acuerdo con su leal saber y entender; háganlo con independencia y profesionalismo, sin inclinaciones demagógicas hacia un lado o a hacia otro; si se equivocan, el sistema está diseñado para autocorregirse y revisar sus decisiones, aunque creemos que algunos errores deberían tener un costo mayor al que prevé el sistema actual. Pero nadie los va a echar por un fallo que, aunque resulte opinable, y con el que podamos, incluso, disentir abiertamente, haya sido dictado con honestidad jurídica e intelectual”. No se trata, por supuesto, de una justificación para sentencias que muchas veces contradicen el sentido común y desencadenan consecuencias trágicas, sino de una defensa de principios básicos del sistema republicano.
En el fondo, el pronunciamiento de este jury es también un sutil y sofisticado alegato contra algo que se ha enquistado en estamentos judiciales de todo el país: las decisiones basadas en prejuicios o en corrientes ideológicas que han derivado en algo que suena paradójico, pero que está muy extendido: el “punitivismo progre”. En casos de género o de familia, por ejemplo, es habitual ver que la mera afirmación de una presunta víctima se lleva puesto todo el sistema probatorio, sobre el cual se monta la arquitectura fundamental de un sistema jurídico confiable.
Sectores políticos e ideológicos que han defendido el ultragarantismo frente al delito común adhieren ahora a una suerte de punitivismo radical, casi sin derecho a la defensa ni la prueba, cuando se trata de casos de género, de “gatillo fácil” o de lesa humanidad, por citar algunos ejemplos.
En el fuero de Familia ha tendido a naturalizarse la aplicación de restricciones que funcionan como penas anticipadas. Basta la afirmación acusatoria contra un hombre, adjudicándole una difusa forma de “maltrato”, para que la Justicia le prohíba inmediatamente tener contacto con sus hijos. No importa que no existan pruebas. ¿Puede concebirse un castigo peor para un padre y un daño mayor para un hijo? Muchos jueces, sin embargo, tienen miedo a terminar ellos mismos acusados si no fallan con esos estándares.
En casos de delitos de género se aplican prisiones efectivas aunque el monto de le pena sea inferior a tres años, así como en causas de lesa humanidad se niega la domiciliaria a condenados de más de 75 años. En estos casos, las garantías parecen quedar en suspenso, aplicando un punitivismo ideológico del que los jueces, muchas veces, tienen temor a apartarse para no desafiar la opinión de minorías influyentes y ruidosas.
En ese contexto debe leerse la sentencia del jury contra los jueces marplatenses. Es, por elevación, un fallo contra cualquier variante del “ideologismo justiciero” y en favor de la plena independencia de los magistrados. Es una declaración de principios frente a las concepciones autoritarias que derivaron, por ejemplo, en el descabellado pedido de juicio político que motorizó el kirchnerismo contra la Corte nacional, a la que pretendió llevar al banquillo por fallos que no le gustaban.
Por supuesto que la Justicia debe actuar con perspectiva de género. También debe hacerlo con especial sensibilidad hacia las víctimas. Pero debe reservarse una completa independencia para valorar los hechos y las pruebas, despojándose de presiones, sentimientos e ideologismos. Al momento de fallar, los jueces deben abstraerse de la dirección en la que soplan los vientos. Por ahí pasa, al fin y al cabo, la diferencia crucial entre un magistrado y un verdugo.