Un agujero negro de la historia reciente
El 23 de enero de 1989, 46 militantes del movimiento Todos por la Patria asaltaron el cuartel de La Tablada, en La Matanza. El objetivo era dominar a los soldados, fusilar a los oficiales y dirigirse con los tanques a Plaza de Mayo. Iban a empujar una insurrección popular, pero la operación no salió como la habían planificado y los militares recuperaron el cuartel con artillería pesada. Allí no sólo se descargó el mayor poder de fuego sobre territorio argentino; también se reavivaron viejos debates no saldados.
La voluntad de los militantes -la mayoría de ellos sin ningún entrenamiento militar- no alcanzó para cumplir el objetivo. Confiaban, y así lo habían remarcado algunos de sus dirigentes, en que con la decisión política bastaba para controlar el cuartel, donde había casi un centenar de soldados conscriptos y una veintena de militares, entre oficiales y suboficiales. Pero esa voluntad no logró suplir la falta de entrenamiento y tres militares bien apostados alcanzaron para trabar el asalto. A eso se sumó la decisión de los guerrilleros de no abandonar a sus compañeros heridos en el campo de batalla, y así el Ejército obtuvo el tiempo necesario para organizar la recuperación del cuartel.
La escala del trauma generó en la sociedad una necesidad inmediata de explicaciones. Desde la clandestinidad, el líder del MTP y antiguo cuadro del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Enrique Gorriarán Merlo, explicó que un grupo de "patriotas" había detenido un golpe de Estado. Según su relato, la maniobra estaba siendo preparada por los carapintadas en ese cuartel del conurbano.
La verdad era que en La Tablada no se urdía ningún golpe y que esa explicación era el intento desesperado de darle una justificación política y moral al fracaso de un intento revolucionario. Gorriarán y sus seguidores buscaban producir una insurrección popular que forzara, bajo la conducción del MTP, cambios de fondo en el gobierno de Raúl Alfonsín. Ya no tenían expectativas en ese gobierno que había concedido las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y cuestionaban su política económica. Gorriarán Merlo y el resto de los dirigentes y militantes que ingresaron en el cuartel fueron a hacer la revolución, no a defender la democracia.
En el asalto murieron 43 personas: 32 guerrilleros -cuatro de ellos continúan desaparecidos-, 9 militares y dos policías. Durante los casi dos días de enfrentamientos se reprodujeron, salvo la apropiación de bebés, todos los crímenes de la última dictadura: ejecuciones sumarias, torturas y desapariciones.
El episodio implicó un escollo para la política de derechos humanos de Alfonsín, que había posibilitado el juicio a las juntas militares, y una mayor participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad interna. La revolución deseada terminó siendo, en los hechos, una contrarrevolución.
El ideólogo y responsable del asalto, Gorriarán Merlo, sufrió en vida cinco de los seis golpes de Estado que se produjeron en el siglo pasado en la Argentina, fue encarcelado por sus opciones políticas y padeció junto a su generación la represión de gobiernos ilegítimos. Si su opción por la lucha armada en los 60 y 70 podía explicarse como el derecho a la rebelión contra el tirano que consagran casi todos los regímenes jurídicos, en los 80, en cambio, no había un tirano en la Casa Rosada. Tal vez la primavera democrática no había cumplido con las expectativas generadas, pero las instituciones funcionaban, las libertades políticas estaban vigentes y, si bien el factor militar producía inquietud, muchos dirigentes no visualizaban un peligro real para la democracia. Sostenían que luego de una dictadura tan cruenta, ningún sector civil o económico estaba dispuesto a brindar el indispensable apoyo que necesita todo asalto al poder.
Veinticinco años después, los sobrevivientes no pueden explicar con claridad qué pretendían hacer en La Tablada. Gorriarán Merlo ocluyó la verdad en función de una mentira oficial de supervivencia, imposible de sostener: el asalto se comenzó a planificar un año antes y en el cuartel no había oficiales conspirando.
El secreto envenenó a los sobrevivientes del ataque y a los ex militantes del MTP que no participaron del asalto. Los dejó inermes ante una sociedad que, sin una explicación clara y sincera, los supone desequilibrados o víctimas de algún juego de espías que tampoco existió.
Aunque el error de La Tablada es imposible de revertir, sincerar los hechos les daría la posibilidad de explicar que abrazaron un proyecto social y político, al que definían como superador de las inequidades, y que no desdeñaban el uso de la violencia. Esa opción, que en algún momento tuvo un enorme consenso, había pasado a tener otra valoración social a fines de los años 80.
Felipe Celesia y Pablo N. Waisberg
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