Un adiós para alguien que supo vivir
E n una oportunidad, la revista Estrategia, órgano del Instituto Argentino de Estudios Estratégicos y de las Relaciones Internacionales, que dirigía el general Juan Enrique Guglialmelli, le pidió un artículo sobre "La política argentino-chilena durante la presidencia de Juan D. Perón". "El Tuco" lo envió, acompañándolo de un currículum vítaeque también le habían solicitado y que decía: "Mi currículum oscila entre una biografía y un prontuario. Prescindo de éste y paso al trote sobre la primera. Románticamente recuerdo que fui abogado (y digo fui porque hace de eso ya mucho tiempo) y doctor en jurisprudencia: «Tordo», dirían mis amigos de la noche. Premio Universitario (medalla de oro del Curso 1939, allá lejos?). Premio Vigilio Tedín Uriburu y Premio Mitre. Ministro en 1949 y embajador del 51 al 55. El resto creo que lo gasté en un sueño".
Así era "el Tuco" Paz: modestia y olvido de sí mismo para ser en los demás. Su vida: el país y los amigos. Su casa: para todos y de todos. Allí encontrábamos dedicatorias de Aníbal Troilo y de Chabuca Granda. Piedras duras, un banco de plaza, la vieja máquina de escribir, nunca reemplazada por una computadora, una antigua estufa, valiosos y heroicos cuadros que resistieron épocas duras y no fueron descolgados. Todos los discos de Gardel. Todo el tango, desde ese "Carillón de la Merced", grabado por la orquesta de la RCA Víctor en los años 20, hasta Piazzolla y "la Tana" Rinaldi. Todos los libros, desde los griegos hasta Teilhard, y desde las ciencias hasta la magia. Porque nada del hombre ni de lo humano le eran ajenos a "el Tuco" Paz.
También teníamos allí esas comidas exquisitas que él mismo preparaba con fruición para sus invitados, con las largas sobremesas que podían terminar en desayuno, donde su voz despaciosa y cálida decía sabiamente de la vida y de las cosas, o a veces cantaba alguno de sus tangos preferidos, que sonaban como grabados en 78 revoluciones. Así, entre la vieja casona estudio de la avenida Quintana al 500, poblada de recuerdos queridos y de libros de la ley, y el refugio de Barrientos, pequeña calle frente a la vieja facultad, "el Tuco" recorría su itinerario diurno y porteño sin ninguna nostalgia de sus pasos americanos o europeos. Después, llegando la noche, con ella podía renovarse una constelada geografía de tertulias o el reinado del silencio febril de la lámpara, sólo quebrado por el tecleo de la Remington, de la cual salían sus estupendos cuentos. Lo que no impedía su más tardía presencia en los boliches del tango, donde dialogaba con músicos, cantores y con Barquina. O en las casas amigas que se disputaban su generosa inteligencia y su calidad humana.
"El Tuco" sabía de las relaciones energéticas entre el cosmos y la gente e interpretaba el Libro c hino de las mutaciones como un oriental. Su charla pasaba por el arte, la literatura, la política, el amor, la vida e incluso la muerte. Su pasión era por la mujer. Su fervor, por Buenos Aires. Nos dejó el 16 de junio -fecha históricamente aciaga- a los 96 años. Y fue el último troll ey entre el asfalto y el cielo. Pero cuando nos pregunten por él, no vamos a decir que murió. Como los antiguos romanos, diremos que vivió.
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