Un activismo de sobremesa abre grietas y tensiones en las familias
Algunos "ismos" están sembrando tensiones y discordias en hogares de la clase media urbana. Banderas o pañuelos militantes abren grietas familiares y dificultan el diálogo intergeneracional.
Muchos jóvenes practican una suerte de activismo de sobremesa. El feminismo, el veganismo, el ecologismo instalan sus consignas con discursos que suelen prescindir de los argumentos para intentar imponerse con cierta prepotencia. Hay chicos de 16 o 17 años que "bajan línea" a padres, tíos y abuelos sobre "la necesidad de acabar con el heteropatriarcado". Otros los cuestionan por comer carne o por atreverse a dudar sobre la eliminación de los aviones que propone el fundamentalismo ambientalista. Muchos adultos se sienten atropellados por una suerte de micromilitancia que enrarece el clima hogareño y atraviesa la conversación familiar con ráfagas de dogmatismo.
Es sano, por supuesto, abrir nuevos debates, asumir posturas transgresoras, romper moldes y discutir rasgos culturales. Es saludable que los jóvenes introduzcan nuevas pautas y nuevos lenguajes. El problema surge cuando se intenta reemplazar el diálogo por un monólogo autosuficiente y creer que "el otro" debe ser combatido. El problema es cierto aire de superioridad moral que lleva a descalificar, como retrógrado, todo aquello que no sintonice con los dogmas de la militancia urbana.
Resulta al menos paradójico que, en nombre de cierto progresismo, se asuman actitudes autoritarias dispuestas a abolir el debate y "cancelar" las discrepancias
Hay varias causas nobles que, sin embargo, se desnaturalizan por un componente de intransigencia. Quizá sea sano que las nuevas generaciones se inclinen hacia la comida vegana, siempre que no acusen a sus padres de "asesinos de animales" o que no le hagan una escena a la tía porque usa cartera de cuero. Las transformaciones sociales, en todo caso, exigen tiempo y paciencia, no pueden ignorar matices y equilibrios; mucho menos suprimir el diálogo, la moderación y la escucha en etapas de transición. La soberbia militante suele generar más reacciones que adhesiones. La descalificación engendra descalificaciones.
Resulta al menos paradójico que, en nombre de cierto progresismo, se asuman actitudes autoritarias dispuestas a abolir el debate y "cancelar" las discrepancias. Pero algo de eso parece asociarse a ciertas causas urbanas de la corrección política. Se ejerce un activismo hipersensible, al que cualquier matiz o desacuerdo le suena como una agresión. Descalifican la diferencia y practican la intolerancia frente a cualquier posición que se aparte de su única verdad. Para un dogmático, el resto del mundo está equivocado. No admite la posibilidad de otras argumentaciones, de otras razones o de una concepción diferente de las cosas. Le parece que la duda es una claudicación y que la tolerancia es un acto de debilidad. Ni siquiera hace lugar a la comprensión, sea de otras culturas, otros códigos generacionales u otras sensibilidades. Construyen guetos militantes donde solo escuchan el eco de su propia voz. Por eso es que en el ámbito familiar, donde se rompe esa uniformidad, suele abrirse una grieta que aviva diferencias y tensiones. El activismo de la corrección política parece tener problemas de convivencia con el pluralismo y, curiosamente, con la diversidad cultural. No busca convivir con la diferencia, sino imponer "su modelo".
Hay padres que usan la impresora a escondidas de sus hijos, para que no les imputen una conducta irresponsable frente al medio ambiente. Una cosa es que incorporemos prácticas amigables con la preservación ecológica y otra es ser acusados de primitivos e indolentes por utilizar papel. Una cosa es que los chicos traigan a casa hábitos e ideas innovadoras; otra es que se conviertan en fiscales implacables de la generación de sus padres y sus abuelos. Una cosa es que hagamos lugar a la conversación y al debate, con indispensable flexibilidad de los adultos para aceptar cambios y modificar nuestras propias perspectivas culturales; otra es que sea la militancia juvenil la que imponga sus códigos en casa desde una superioridad autopercibida.
Hubo generaciones que practicaron la rebeldía y la transgresión abandonando la casa de sus padres. Fue el modelo de los hippies, que crearon sus propias comunidades alejadas, física y conceptualmente, del "hogar burgués". Pero la de hoy parece ser una militancia menos dispuesta al sacrificio, que pretende que la cultura familiar se adapte a ellos sin resignar comodidades. En muchos casos –y quizá este sea un rasgo de época– no encuentran resistencias. Los padres se acoplan naturalmente a esa pretensión juvenil, adoptan las mismas banderas, asumen con convicción esa misma militancia. El "pañuelismo" ha unido a varias generaciones. La grieta, en esos casos, suele ser con los abuelos. Ostentar un pañuelo, del color que sea, es una forma de marcar la cancha. Es una forma de "posicionarse", en todo momento y en todo lugar, sin darle tregua ni descanso al eslogan militante. Es parte de lo que se define como el "progresismo identitario": soy yo y mi pañuelo; tómalo o déjalo; blanco o negro, sin grises ni matices. Se ejerce cierto ideologismo invasivo, que propone el choque todo el tiempo.
La solución no debería estar en aquellas normas anacrónicas que censuraban la conversación familiar. Los abuelos aconsejaban que en la mesa no se hablara de política, de fútbol ni de religión. Con ese criterio, el "temario prohibido" ahora debería ampliarse para preservar cierta armonía. Lo constructivo, sin embargo, sería encontrar la forma de hablar de todos los temas sin desautorizar las ideas ajenas, sin caer en la descalificación ligera ni en el automatismo de restarle al que piensa o vive de otra forma cualquier razón o autoridad.
Los desacuerdos generacionales son, de alguna forma, un síntoma saludable de evolución social. El riesgo, sin embargo, es que esas grietas fomenten el germen de la discordia en sociedades que ya están muy fragmentadas, divididas y polarizadas. El riesgo es que profundicen un clima de intolerancia y de prepotencia, de la mano de una supuesta corrección política que por momentos parece proponer el pensamiento único.
Todo esto ocurre, al fin y al cabo, en una época que reivindica "el poder" más que "el deber". Está muy bien que celebremos a una "generación empoderada", pero quizá deberíamos también estimular a una "generación obligada", aunque la expresión no suene con el mismo romanticismo. La obligación con los valores de la convivencia, del pluralismo, de la tolerancia y del respeto es, también, parte de un "empoderamiento" constructivo. La aceptación de los grises, de los equilibrios y de la relatividad de algunas cosas también forma parte de la evolución y el aprendizaje social. Quizá deberíamos reivindicar el valor de las preguntas ante una generación a la que parecen sobrarle las respuestas.
No hay dudas de que muchos movimientos sociales (desde el feminismo hasta el ecologismo) han motorizado transformaciones virtuosas y han sido promotores de profundos cambios culturales. Por eso deben ser defendidos de amenazas como las del fundamentalismo o el dogmatismo panfletario. Deben ser defendidos, también, de una extrema susceptibilidad militante que castiga hasta una expresión afectuosa ("gracias, negrito") como un acto de racismo, que confunde un piropo con un abuso y reivindica la censura con el propósito de "no ofender".
El verdadero progresismo debería borrar de la mesa familiar los temas tabú. Debería garantizar apertura, libertad, respeto y humildad. La arrogancia militante nos retrotrae –paradójicamente– a esos tiempos en los que no se podía hablar sin temor a la censura.ß