Umberto Eco en la biblioteca sin fin
Un hombre recorre una biblioteca que parece no tener fin, como la que imaginó Borges. Deambula entre miles de libros y avanza hacia uno en particular, que sabe dónde se encuentra. Es la imagen de un video que muestra a Umberto Eco en la biblioteca de su departamento en Milán, de 35.000 ejemplares. Pareciera que el gran semiólogo, ensayista y novelista aún estuviera buscando alguna fragancia de sabiduría entre los anaqueles que se alargan como serpientes interminables.
El próximo viernes se cumplen cinco años de la partida del autor de El nombre de la rosa, quien en 2010 concedió unas entrevistas publicadas en Nadie acabará con los libros, otro testimonio de su bibliofilia; por otra parte, De la estupidez a la locura fue su primer libro póstumo, aparecido en el mismo año de su muerte, con notas publicadas durante el siglo XXI en las que lanza sus críticas a la sociedad contemporánea.
El Renacimiento fue el tiempo de la pasión por los muchos saberes. Un espíritu renacentista, justamente, tuvo Eco, nacido en 1932 en Alessandria, Piamonte, y siempre apasionado por la sociedad y sus signos, por la literatura, la semiótica (ocupó la cátedra de Semiótica de la Universidad de Bolonia), la lingüística, y la filosofía, disciplina en la que se doctoró en la Universidad de Turín.
Su gran prestigio y popularidad empezó a cimentarse con Apocalípticos e integrados (1964). Allí se sumerge en la cultura popular y los medios de comunicación. Eco concibe dos posiciones respecto a la cultura de masas. Los apocalípticos son quienes arrojan rayos y centellas contra los contenidos culturales masificados; los integrados celebran los personajes populares y las historias de interés multitudinario.
La cultura popular, en la propia visión de Eco, continúa el mito y sus imágenes simbólicas. Según su famoso estudio, Superman es un equivalente a los personajes míticos del paganismo antiguo. Las virtudes del héroe, aunque sean sobrenaturales, son la magnificación de poderes naturales como la astucia, la rapidez, o la habilidad bélica. El héroe del cómic creado por Jerry Siegel y Joe Shuster en 1933 es primero el tímido reportero Clark Kent, una figura más cercana al ciudadano común, pero que luego se transforma en superhéroe, que simboliza el deseo de superación del humano corriente.
Eco continúa el abordaje de la cultura popular en su ensayo El superhombre de masas (1978), en el que recuerda que, para Gramsci, el modelo del superhombre de Nietzsche no es un Zaratustra reinventado sino el conde de Montecristo, el personaje de Alejandro Dumas. Es decir, el superhombre como personaje popular, que comparte ese origen con otros a los que Eco atiende, como Arsène Lupin, el ladrón de guante blanco de las novelas de detectives de Maurice Leblanc, ahora recuperado por Netflix; Rocambole (de cuyas aventuras procede el término rocambolesco) y Tarzán; o el príncipe Rodolphe de Gerolstein, héroe de la novela Los misterios de París, de Eugène Sue, editada como folletín entre 1842 a 1843.
Es fascinante el capítulo “Eugène Sue: el socialismo y el consuelo”, en el que Eco destaca que Sue entendió la escritura como entretenimiento destinado a dar consuelo a su público. Rodolphe aparece como un superhéroe de masas, por lo que Eco regresa a la tesis gramsciana: “El superhombre nace en el crisol de la novela por entregas y solo posteriormente llegará a la filosofía”.
Eco fue también entusiasta explorador de la Edad Media. Su novela El nombre de la rosa (1980) fue su salto de tigre hacia el reconocimiento mundial. Guillermo de Baskerville, un teólogo franciscano, acompañado por su pupilo Adso de Melk, debe resolver unos asesinatos en una abadía en el norte de Italia, en 1327. En la narración, la atmósfera medieval respira a través de la vida cotidiana de monjes consagrados a la copia de manuscritos, el rezo y la liturgia. Jorge de Burgos es un prominente anciano ciego que conoce todos los entresijos de la biblioteca abacial. El Jorge de la novela, confiesa Eco, se inspira en Borges, ambos ciegos y amantes de los anaqueles colmados de libros.
Guillermo encuentra la conexión entre algo que oculta Jorge y los crímenes. Jorge teme a la risa como a una diabólica fiera agazapada en la noche. Aristóteles legitima el reír en la segunda parte pérdida de su Poética. En la ficción de Eco, el monje ciego posee ese texto y, para mantenerlo en secreto, recurre al asesinato. El cristianismo versátil y abierto a la dicha de Guillermo se enfrenta, así, al inesperado asesino, temeroso de la alegría y el Apocalipsis.
En la Edad Media de Eco coexisten monjes, herejes, inquisidores y una sagaz inteligencia policíaca. La teología es también protagonista mediante los sesudos debates entre franciscanos y dominicos sobre la pobreza y la opulencia.
A Eco también le gustaba satirizar el esoterismo y las teorías de la conspiración. Es el camino de su otra gran novela, El péndulo de Foucault (1988), dividida en ciento veinte capítulos que se agrupan en las diez séfirot de la cábala hebrea. La presencia del esoterismo se evidencia por el propio encabezamiento de los capítulos con algún texto de nigromancia u ocultismo. El relato fluye al ritmo del personaje Casaubon, en la espera de algo que acaecerá en relación a un péndulo de Foucault (instrumento para demostrar la rotación de la tierra, llamado así por su inventor, León Foucault), en el Conservatorio Nacional de Artes y Oficios, de París.
Casaubon rememora sus estudios en Milán y recuerda el interés por los templarios. Y tiene un encuentro con Ardenti, defensor de una teoría de la conspiración respecto a la Orden del Temple, avalada por un documento poco legible. Y Causaubon conoce a Aglie, estudioso del esoterismo, y al trabajar en un proyecto editorial con Belbo y Diotallevi, los otros protagonistas, concibe un plan para una narración sobre el ocultismo con ánimo de sátira. En los inicios de la computación, apelan a Abufalia, un computador personal para propiciar combinaciones aleatorias de los textos de esoterismo estudiados. Artilugio técnico y literario que desnuda la ilusión del conocimiento esotérico y las obsesiones de los iniciados por sus grados y títulos.
En Baudolino (2000) Eco regresa a la narración novelesca en tiempos medievales. Y su interés por lo conspirativo florece también en la penúltima de sus novelas, El cementerio de Praga (2010), cuya trama trascurre en Turín, Sicilia y París, en la segunda mitad del siglo XIX. En el clima de la unificación de Italia, y del segundo imperio y la tercera república francesa, la novela se reclina en los hombros del capitán Simonini, piamontés que, en París, cultiva el arte de la falsificación de documentos. Para su labor se inspira en los folletines antes mencionados de Sue y también de Dumas. Así urde intrigas, complots siempre inexistentes, y vende al mejor postor sus servicios de creador de conspiraciones diversas; mientras, en paralelo, se narran hechos contemporáneos como la Comuna de París, el caso Dreyfus, o la farsa antimasónica conocida como el Fraude de Taxil. Por la ficción, se destaca la falsedad como una de las palabras modeladoras de lo moderno.
Eco construyó una vasta obra de contenidos diversos. A pesar de su formación de elite, fue innovador en su valorización de la cultura popular. Estudioso de la Edad Media y, a la vez, reconocido ateo, se mostró abierto al intercambio de ideas con el arzobispo de Milán Carlo Maria Martini, en un diálogo recogido en ¿En qué creen los que no creen? (1996). Sostenía que el lector reescribe los textos y se convierte en un virtual coautor, según la tesis de su Obra abierta (1962), en consonancia con Roland Barthes. Sus grandes ensayos, además de los aquí recordados, incluyen, entre otros, el Tratado de semiótica general, Lector in fabula, La estrategia de la ilusión y Las poéticas de Joyce. Su última novela, Tiempo cero (2015), es una sátira del mundo massmediático y la política.
El Eco humanista advirtió sobre los malos usos de internet y las redes. Entre apocalípticos e integrados, siempre defendió el libro y caminó por los corredores de una biblioteca sin fin. Así fue creando la obra de un escritor que, en distintos registros, siempre cultivó la voracidad intelectual, el asombro, el ingenio y una vivaz mirada incisiva.