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Poco conocido fuera de Francia a pesar de ser un clásico moderno, el escritor vuelve al ruedo con nuevas traducciones argentinas
Hay en París una estación de subte que parece parodiar en su largo nombre una de esas palabras portmanteau que tanto le gustaban a James Joyce: Bobigny-Pantin-Raymond Queneau. El agregado final que homenajea a Queneau tiene su cuota de ironía involuntaria. La gracia de Zazie dans le métro, la novela más reverenciada del escritor francés, es justamente que frustra la promesa del título: Zazie, la nena protagonista, está de visita en París y su único deseo es conocer la red que une la ciudad bajo tierra. Tiene la mala suerte, sin embargo, de que esa prolífica y a sus ojos misteriosa madriguera está cerrada a cal y canto por una de las recurrentes e interminables huelgas a la francesa. Zazie tiene que dejar París sin llegar a pisar el metro.
No hay que reducir de todas maneras la ofrenda topográfica a Queneau (1903-1976) a su personaje más querido, esa especie de temprana Mafalda malhablada. La estación refleja la simpatía que despierta en Francia su multiforme obra, mucho más amplia del lugar común que la reduce a esa novela que Louis Malle llevó en su momento al cine. La circulación de Queneau por el sistema linfático de la literatura francesa produce también su malentendido: se lo tiene como un autor festejado urbi et orbi y quizá por eso –como demuestra el escaso apoyo francés a sus traducciones– cuesta tanto conseguir libros suyos en castellano, una carencia que vienen a paliar en la Argentina una nueva versión de Zazie en el metro (Godot) y la aparición de la más temprana Odile (Leteo).
Maurice Ravel terminó detestando su Pavane pour une infante défunte porque se convirtió en pieza de aprendizaje para el primer año de conservatorio. Tampoco debe haberle gustado a Queneau que haya sucedido algo similar con su otro libro citado hasta el cansancio, Ejercicios de estilo (1947), ese tour de force que narra una historia insignificante (alguien ve a un joven en un colectivo parisiense; dos horas después lo vuelve a ver conversando con un camarada delante de la Gare Saint-Lazare) de noventa y nueve formas diferentes. Las variaciones, inspiradas en El arte de la fuga, van de una versión metafórica a otra en forma de oda o soneto, de una teatral en tono de comedia a otra plagada de helenismos o anglicismos. La construcción lúdica y verbal del libro es tan perfecta que la didáctica sigue explotándolo más de medio siglo después: no hay estudiante de francés que no haya pasado por sus páginas.
En Ejercicios de estilo está ya en esencia el espíritu de Oulipo, el grupo literario que Queneau, ya por entonces gran sátrapa patafísico, fundó con el matemático François LeLionnais en 1960, y se proponía desarrollar nuevas formas literarias a partir de juegos aritméticos, restricciones de palabras y toda clase de procedimientos. Queneau aplicó alguna de esas tácticas en libros como Cent Mille Milliards de poèmes (Cien mil billones de poemas), donde un sistema de versos combinatorios permitía montar y desmontar esa cantidad de poemas (una táctica que Julio Cortázar, siempre alerta a esas novedades, adoptó para algunas piezas propias). Sin embargo, la obra del escritor ya era vasta cuando surgió esa escuela que tuvo tal vez en el lipograma de La disparition, la novela de Georges Perec sin la letra "e", su mayor triunfo.
Un último lugar común que relega a Queneau en castellano redunda en las supuestas dificultades para traducir sus novelas, en muchas de las cuales se dedicó a explorar lo que bautizó como "neofrancés", una transformación del idioma escrito –tan formal y lleno de reglas en los códigos franceses– a la lengua popular e incluso una adaptación de su grafía, que empareja la letra impresa con su pronunciación. Pero, ¿de verdad son tan impermeables las novelas de Queneau?
Un rápido pasaje por su biografía deja constancia de que le preocupaba el genio, descreía escépticamente de él, pero lo practicaba en sordina. Queneau nació en el puerto de Le Havre, en el canal de la Mancha, pero apenas pudo pasó a París a estudiar filosofía, letras y matemáticas. Pronto conoció a André Breton y colaboró en la Revolución surrealista, aunque debió partir a hacer su servicio militar en Algeria y Marruecos. Las matemáticas fueron uno de los intereses por el que sus compañeros de vanguardia lo miraban con desconfianza: terminó por dirigir la ambiciosa Enciclopedia de la Pléaide, con especial atención a la historia de la ciencia. Además de como editor, se ganó la vida como corredor de bolsa y periodista, sobre todo en la radio. La musicalización de uno de sus poemas, "Tu t’imagines", que cantó Juliette Gréco, lo llevó al hit parade de la época. ¿La vida personal? Estuvo casado hasta el final con Janine Kahn, la cuñada del propio Breton.
Aunque viajó (por Grecia y Portugal), los mejores accidentes de Queneau fueron, claro está, sus libros. En los comienzos, se lo tenía por un escritor que no le escapaba a lo confesional. Un rude hiver (1939), por ejemplo, tiene una sequedad casi minimalista. La posterior Le dimanche de la vie (1952, conocida en castellano con el título La alegría de la vida) con su melancolía zen le inspiró a su amigo Alexandre Kojève un influyente concepto filosófico. Les Enfants du Limon (1938) es reflejo de su ensayo sobre los "locos literarios", Saint Glinglin (1948) acopia tres novelas en una. Pierrot mon ami (1942) tiene como escenario central un parque de diversiones. Las flores azules pone a pasear por el tiempo a un viejo caballero medieval que llega hasta la Francia de los años sesenta. Un párrafo aparte merece Las obras completas de Sally Mara, el díptico compuesto por Siempre somos demasiado buenos con las mujeres (1947) y Diario íntimo de Sally Mara (1950). En la posguerra, un poco para liberarse de la censura y amparándose en la excusa de una traducción apócrifa, inventó una supuesta autora irlandesa (Sally Mara) para volverse éxito de quiosco. Queneau igual no podía con su genio. Basta con citar una de sus boutades joyceanas: la contraseña de los irlandeses que se rebelaron en 1916 en Dublín es Finnegans Wake.
Odile (1937) y Zazie en el metro (1959) forman parte de dos períodos distintos en la obra de Queneau. La primera novela, más simple y directa, cuenta de manera apenas velada su experiencia desconcertada en las huestes surrealistas. Ronald Travy no es un álter ego exacto de Queneau, pero se le parece tanto como Anglarès recuerda a Breton o Saxel al inquieto Louis Aragon. Odile se suma con ojo crítico a ese lote de novelitas surrealistas (Nadja, Las últimas noches de París, los devaneos flaneurs de El campesino de París) que encuentran en las calles de la capital francesa una psicogeografía tensa y fantasmal. Hay algunos detalles precursores,además. La experiencia norafricana de Travy como conscripto, que hace tabula rasa de su vida previa, anticipa la extranjería existencial de Meursault. El estilo de Queneau en Odile es deliberadamente informal: prefiere la velocidad, la repetición deliberada, las expresiones arrastradas, un estilo que –como puede confirmarlo el autor de esta nota, que firma también esa traducción– se escuda una engañosa sensación de transparencia.
Zazie en el metro, la novela que llevó a Queneau a un peldaño superior de reconocimiento, es en cambio una carnavalesca apuesta por el "neofrancés" que, en el mismo movimiento, enmascara toda clase de transgresiones, desde las palabras soeces a mansalva al travestismo. A la adorable e incontrolable Zazie le interesa mucho más conocer el subte que la tumba de Napoleón, pero huelga mediante no le queda sino recorrer la ciudad por la superficie con guías poco confiables –su tío Gabriel, el amigo taxista de este– que confunden sin sonrojarse el Panteón con Les Invalides como si fueran apenas un decorado. Queneau, de manera memorable, parece descubrir en Zazie la infancia y también esa figura por entonces virtual: la adolescencia en ciernes. "Doukipudonktan?" se pregunta Gabriel en la primera línea ("D’ou qui pu donc tant!, diría el francés de academia). "Dondeskapestatán", dice la original y dinámica versión de Ariel Dilon, que a lo largo del texto se vale también de palabras inesperadas como "purreta", "pichona" o "mecachendié". La enumeración podría sugerir un festival de argentinismos descontrolados, pero Zazie en el metro no depende tanto de esas elecciones léxicas o de las diversas deformaciones de los diálogos como de la métrica solapada, que es el gran secreto de la prosa de Queneau en la novela, y que la traducción replica con toda la naturalidad del mundo. La más antisolemne de las heroínas juveniles tiene así por fin –contra los pedregosos saltos de alguna vieja edición peninsular– un rinconcito de excepción de este lado del Atlántico