Ulises, de Joyce. Un clásico más vivo que nunca
A poco de que se cumplan cien años de su publicación, la novela del escritor irlandés sigue despertando pasiones encontradas y sumando nuevas traducciones, que confirman el lugar clave que ocupa en la literatura moderna
Hay un año, 1922, que suele ser considerado el annus mirabilis (el año de los milagros) de la literatura moderna. De los muchos libros de peso que se publicaron por entonces, dos resultarían decisivos. La tierra baldía, de T. S. Eliot, dividió para siempre las aguas poéticas; Ulises, de James Joyce, por su parte, hizo estallar antes de tiempo el arte tradicional de la novela decimonónica. Sus memorables esquirlas llegan hasta hoy, cuando el libro se acerca al siglo de vida con la imperturbabilidad de los mejores clásicos.
Joyce (Dublín, 1882-Zúrich, 1941), un fanático de las listas y los inventarios que anotaba frases escuchadas al azar para incorporarlas en sus páginas, no era un genio inocente al que le salieran obras maestras porque sí. La escritura de Ulises le llevó por lo menos ocho años y tres ciudades de residencia (Trieste, Zúrich y París). En un principio era un cuento que pensaba incorporar a Dublineses (1914), su primer y único volumen de relatos, pero pronto la narración fue ramificándose monstruosamente. La historia de un día en la vida de Leopold Bloom, un hombre común, resultaba el atajo ideal para reconstruir de manera obsesiva la ciudad que el mismo Joyce había abandonado a los veinte años, volverla universal con un sinfín de guiños y alusiones y, al mismo tiempo, dar vía libre a múltiples modos de narrar. Eso fue Ulises al final del camino. Eso, y muchas cosas más.
Joyce le confesó a uno de sus jóvenes colaboradores –como cuenta su biógrafo Richard Ellman– que había metido tantos enigmas y rompecabezas en la novela que iba a mantener ocupados a los profesores durante siglos. Ese era, agregó, su principal pasaporte a la inmortalidad. De todas maneras, y más allá del alarde, el escritor irlandés también quería cosechar un poco de gloria en vida. Aunque la novela tuvo inmediata repercusión, y él fue considerado un genio inmediato, nadie parecía dar críticamente en el clavo; Joyce le pidió a T. S. Eliot que escribiera un gran artículo y más tarde, para acelerar la tarea, permitió que a manos de su confidente Stuart Gilbert llegara un útil esquema explicativo de su puño y letra. El estudio del crítico sobre Ulises, publicado en 1930, fue clave para todos los estudios joyceanos por venir.
No parece que Joyce hubiera previsto un mapa similar para las pasiones que despertaría su libro en los traductores. Después de la primera versión francesa de Valéry Larbaud y August Morel (1929), en la que él mismo colaboró, casi no hay idioma occidental que no tenga su Ulises por duplicado. Borges, que admitía no haberlo leído completo, fue uno de sus escuderos más precoces: en una fecha tempranísima (1925) dio a conocer en la revista Proa una versión de la última página de la novela, el final del revolucionario monólogo de Molly Bloom. En castellano, con los años Ulises se volvería prolífico: la flamante traducción anotada de Rolando Costa Picazo, que acaba de publicar Edhasa, eleva el número de versiones completas a cinco.
La unanimidad nunca fue de la partida. Ni ayer ni hoy. A pesar de ser considerado el libro fundamental en inglés del siglo pasado, un amplio círculo de lectores sigue tildándolo de intrincado, una manera amable de llamarlo ilegible. El más franco y directo en fechas recientes tal vez haya sido Roddy Doyle, un reconocido novelista que comparte la nacionalidad de Joyce. Hace una década, cuando Irlanda celebraba el centenario del día en que transcurría la historia (un 16 de junio de 1904, fecha en que Joyce conoció a Nora Barnacle, su mujer), declaró que Ulises era un libro sobrevalorado que, de haberse publicado en este siglo, hubiera merecido un buen editing.
Joyce, en todo caso, no se sonrojaría. La declaración de Doyle dice más sobre el estado actual de cierta literatura industrial que de su libro. Se acostumbró a los ataques desde antes de que Ulises llegara a ser de verdad un volumen de librería, a medida que iban saliendo capítulos en la revista británica The Egoist. Su paciente mecenas, Harriet Shaw Weaver, que dirigía la publicación, tuvo que lidiar con una avalancha de quejas de los suscriptores. Fue peor en Estados Unidos. La revista de vanguardia que dio a conocer sus textos, The Little Review, comandada por Margaret Anderson y Jane Heap (la generosidad de las mujeres resultó clave para que la producción de Joyce empezara a circular, más allá del aporte de Ezra Pound), fue llevada a juicio y condenada por obscenidad. Lo que más virulencia despertaba entonces resulta hoy anticuado: el libro era atacado por algunos de sus rasgos naturalistas (la escena en que el protagonista defeca, aquella en que se masturba con disimulo al ver a la joven Gerty MacDowell en la playa) o la irresponsable liviandad con que Leopold Bloom tolera, e incluso parece alentar, el adulterio de Molly, su mujer.
Tras dejar Irlanda, Joyce se instaló durante una década en Trieste, hoy ciudad italiana pero entonces activo puerto del Imperio austro-húngaro. Allí enseñó inglés y comenzó su novela, mientras luchaba con los problemas de vista que lo perseguirían por el resto de su vida. La guerra lo obligó a trasladarse a Zúrich, en Suiza, donde continuó con su escritura. Tras un breve retorno a Trieste, que había cambiado radicalmente tras el conflicto, decidió pasar a París, aprovechando que la obra en curso ya era una cause célèbre. Los problemas legales y los rechazos de las editoriales lo preocupaban. Sylvia Beach, la propietaria de una pequeña librería, Shakespeare and Company, le preguntó si aceptaba que fuera ella la encargada de imprimirlo. Joyce no lo dudó.
La publicación de Ulises (el 2 de febrero de 1922, día en que el escritor cumplía 40 años) no hizo más que propagar el escándalo. La novela terminó con problemas en Estados Unidos (recién se le levantaría la veda en los años treinta) y encontraría escollos en otros países. Lo mismo le pasaría luego a D. H. Lawrence con La amante de Lady Chatterley y, más tarde todavía, al incontinente Henry Miller. La franqueza sexual y verbal era por el momento un tabú irremontable.
Aunque no perdieron potencia, no son esos los rasgos que más llaman la atención a los lectores actuales del libro ni a sus tenaces traductores. Las dificultades de Ulises eran tantas que incluso sus objetores aludían a ellas ante el estrado judicial. Por un lado está su estructura –que refleja de manera nebulosa la Odisea de Homero– y sus símbolos. Por otro, el absoluto dominio técnico y, también, la singularidad de su lengua, repleta de juegos de palabras.
La prosa de Joyce no solo sigue de cerca las elucubraciones de sus personajes (además de Bloom y Molly, el estudiante Stephen Dedalus, álter ego de Joyce, tiene un papel central), sino que también amalgama en un mismo plano factores de todo orden. A la oralidad dublinesa, la jerga católica (Joyce debía su formación a los jesuitas), los dialectos, se suma un arsenal de referencias históricas, políticas, filosóficas, culturales que convierten al libro en un microcosmos donde las sensaciones o los pensamientos valen tanto o más que la narración.
Los paralelismos con la Odisea son lo menos difícil de desentrañar: a fin de cuentas tuvimos de cicerone, vía Gilbert, al propio Joyce. Ulises transcurre en una única jornada, desde las ocho de la mañana hasta bien pasada la medianoche, y sus distintas etapas proponen claves varias. Cada capítulo refiere a una escena homérica (Circe, las sirenas, Penélope), pero al mismo tiempo en él predomina un color, algún órgano del cuerpo humano (excepto en los primeros), una disciplina (teología, filología, política, botánica), un símbolo (caballo, ninfa) y también un estilo (del narrativo y el monólogo a rarezas como el incubismo). “Los Bueyes del sol”, uno de esos capítulos, llega a parodiar magistralmente diversos estilos históricos. Nadie hasta entonces había abordado la novela con ese arsenal de recursos, por mucho que algunos de sus hallazgos –como el fluir de la conciencia– tuviera algún precursor admitido (Edouard Dujardin en Han cortado los laureles) o embrionario (Leon Tolstoi, en Ana Karenina, ya había balbuceado algo en esa línea).
Lo que vuelve a Joyce, sin embargo, un caso irrepetible es que volcó toda esa experimentación modernista a lo local y en apariencia provinciano. Ulises quiere convertir Dublín en emblema de cualquier ciudad del mundo, pero sin facilitar al lector foráneo, ni a los lectores de su propio país, ninguna información didáctica sobre las tensiones políticas y culturales que reinaban en Irlanda por aquellos días. Joyce decía que no tenía imaginación. Como un realista al cubo, trabajaba con un anuario que le permitía ubicar cada calle, cada local de su ciudad natal para la fecha de su novela. “La historia es una pesadilla de la que trato de despertarme”, dice una de las frases más citadas del libro. Es lo que le responde Stephen a Mr. Deasy, el director de la escuela en la que enseña. El esteta Joyce, que había escapado de Irlanda convencido de que lo arruinaría como escritor (en el Retrato del artista adolescente quedan bien en claro sus razones), no solo apunta sus dardos contra el histórico ocupante inglés, sino también contra el nacionalismo quejoso atrapado en su laberinto. Dedalus también le dice a Deasy, un conservador recalcitrante, que si algo le da miedo son las grandes palabras detrás de las que todos se escudan.
Por eso tiene importancia la reconstrucción ordinaria de la vida cotidiana, ritmada por las cuestiones corporales que tanto irritaron a sus contemporáneos. La épica del cuerpo, sin embargo, como sugiere Declan Kiberd, tiene su correlato en una épica de la mente. Para el crítico irlandés, las referencias a la Odisea homérica no son un homenaje, sino una crítica a lo que viene modelando a la humanidad desde sus comienzos: la violencia. Cuando alguien le preguntó alguna vez qué había hecho durante la Primera Guerra Mundial, al parecer Joyce contestó: “Yo escribí el Ulises, ¿y usted”.
Uno de sus grandes admiradores, Anthony Burgess, el autor de La naranja mecánica, hizo también notar que en las notables torsiones linguísticas de Joyce, y sus alusiones crípticas, hay una solapada venganza contra el inglés dominante, como si buscara apropiárselo para deformarlo con conocimiento de causa. La interpretación es atendible si se tiene en cuenta la presencia tutelar de Shakespeare a lo largo del libro. A Dedalus lo fascina Hamlet, y casi resulta imposible no ver en el poeta y dramaturgo isabelino a un par mucho más cercano a lo irlandés que la Inglaterra posvictoriana que tanto lo celebra.
Ulises es, por así decirlo, una odisea por derecho propio, pero la aventura de su traducción no le va en zaga al original. Mucho después de que Borges aportara su breve pero fundamental grano de arena, un vecino sin pergaminos de la ciudad de Buenos Aires, José Salas Subirat, se animó a acometer la empresa. Su versión, que fue publicada en 1945 por Santiago Rueda, fue la única disponible durante tres décadas. Lo curioso del caso es que el traductor inició su tarea sin tener nociones óptimas del inglés y con el solo objetivo de entender la novela. Una reciente biografía (El traductor del Ulises, de Lucas Petersen) lo muestra dictándole a sus allegados en la compañía de seguros en la que trabajaba párrafos y más párrafos del texto.
La precocidad de ese trabajo tiene su contraparte en deslices, algunos groseros, que el paso del tiempo deja más en evidencia: hay imperfecciones, pero también cambiaron los modos de traducir. Juan José Saer, en uno de sus artículos, hizo una defensa memorable de esa versión. La traducción de Salas Subirat, sostiene, refleja el estado de la lengua en una época y lugar. Casi un Ulises criollo, podría decirse, en el que Joyce y Roberto Arlt se estuvieran dando la mano.
Mucho después, en 1976, el poeta español José María Valverde dio a conocer otra traducción, más ajustada filológicamente, que dedicó parte de su prólogo a lapidar la versión anterior. Su mirada del texto también tuvo reparos. Un par de décadas más tarde, dos catedráticos españoles, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas, produjeron una interpretación menos sui generis.
No resulta utópico imaginar que cada país latinoamericano pueda proponer algún día su propio Ulises por la simple razón de que la novela, si se tienen en cuenta las erratas de las distintas ediciones en inglés, desalientan la idea de una versión definitiva.
La taba joyceana, mientras tanto, parece haber caído nuevamente en estas pampas donde Joyce conserva una feligresía a toda prueba. Hace un par de años, la editorial El Cuenco de Plata, publicó una nueva traducción. Su responsable, Marcelo Zabaloy, parece tener algún punto de contacto con la pasión incontenible de Subirat. Su versión (en la que colaboró también Edgardo Russo) tiene un brillo particular, sobre todo por la atención que presta a las invenciones lingüísticas joyceanas. Un año después Zabaloy dio a conocer el primer Finnegans Wake completo en castellano, última novela del irlandés, que, con su fárrago de palabras compuestas, se tuvo siempre por intraducible.
La flamante versión de Rolando Costa Picazo, uno de los más reconocidos traductores argentinos, se apoya a su turno en los aspectos más enciclopédicos de la novela. Por un lado, recupera los títulos de los capítulos que aluden a la Odisea (Telémaco, Néstor, Proteo, y el resto), que hacia el final de su vida Joyce había desestimado y la mayoría de ediciones actuales en inglés (como la de Kiberd en Penguin) omiten. Por otro, en la misma senda que los notables volúmenes que le dedicó a la poesía de W. H. Auden, su edición crítica contiene un monumental cuerpo de notas que diseccionan quirúrgicamente línea a línea lugares, nombres, eventos históricos, citas escolásticas y otras complejidades del original. Ulises, queda claro, no es tanto una novela para leer como para releer, y la experiencia se vuelve mucho más valiosa con ese preciso auxilio al pie de la página. Podrá no gustar, pero ya no hay excusas para no entenderlo.
¿Qué quiso hacer Joyce con su comedia humana? Posiblemente que su libro sea muchos libros. Un crítico notable, Hugh Kenner, consideraba al irlandés un “comediante estoico”, en línea directa con Flaubert: uno de los primeros que entendieron el libro como artefacto que iba más allá de lo que cuenta y supieron advertir la distancia que la modernidad empezaba a poner entre el autor y el lector. En más de una página de la novela se pregunta quién leerá esas líneas en el futuro. No hace falta decir que era un formidable ironista. Un ejemplo final: cuando Mr. Deasy le pregunta a Stephen si sabe por qué en Irlanda no hay judíos, el mismo director de escuela se adelanta a contestar: “¡Porque no los dejaron entrar!”. Leopold Bloom, que se apresta a ingresar en la novela, es, por supuesto, esa rareza: un judío en la muy católica Irlanda. Hay muchos de esos sarcasmos memorables en Ulises, ese caballo de Troya que Joyce supo plantarle a la literatura de su época para que lo sigamos leyendo hasta hoy.