Tulio Halperín Donghi en nuestra historia
Nueva York.- Escribo estas líneas con profunda melancolía. La Argentina ha perdido a su pensador histórico más brillante. Aquel cuyas ideas fijaron, durante muchas décadas, los marcos de debate y producción histórica.
Tulio Halperín Donghi es el autor del libro de historia general más relevante que se ha escrito sobre América latina, y también tiene obras sobre historia europea e historiografía latinoamericana. Sin embargo, su legado más amplio es su trabajo sobre la historia de nuestro país.
Sus investigaciones sobre la independencia y la genealogía de la Argentina a través de la revolución, el faccionalismo y la guerra interna son esenciales para entender los comienzos de nuestra patria. Sus lecturas y sus obras sobre los siglos XIX y XX establecieron los paradigmas principales para pensar nuestra problemática histórica. Por ejemplo, sus incisivos análisis de los ocasos y renacimientos peronistas permiten entender con claridad este fenómeno político que para otros es difícil de explicar. Para Halperín, el peronismo se explica de forma compleja, como un universo de ideas y prácticas provenientes del mundo de entreguerras que creó una forma autoritaria y vertical de democracia con múltiples espacios de acción por derecha e izquierda. El peronismo era un elemento cambiante y no una esencia de la historia nacional. No lo concibió nunca como un factor extraño, pero tampoco como una realidad necesariamente permanente.
Su obra ha influido en todos los historiadores profesionales que trabajan sobre nuestro país. Recuerdo que cuando yo era estudiante en la carrera de Historia de la UBA en la década del noventa, todos (profesores y estudiantes) planteaban recurrentemente la necesidad de decir algo distinto que Halperín y pocos podían hacerlo. Por ejemplo, dar una nueva visión sobre la relevancia del faccionalismo en la Argentina del siglo XIX o discutir en serio su idea de que la Argentina nació como un país liberal. De todas formas, discutir a Halperín era, y es, muchas veces un ejercicio retórico más que práctico. Eso se debía, y se debe, a varias razones. Quizá la principal, más allá de sus brillantes ideas y argumentos, sea que, como ha notado hace unos días Beatriz Sarlo, sus libros presentan distintos argumentos convergentes y a veces mutuamente excluyentes. Sus hipótesis se presentan y se discuten primero en sus propios libros. Su prosa, difícil pero riquísima, no es fácil de leer, pero para los lectores los premios intelectuales son impresionantes.
En lo personal tuve la suerte de conocer bien a Tulio Halperín. Primero, como estudiante en la UBA era fácil encontrar a Tulio solo leyendo en las bibliotecas y archivos (a diferencia de muchos de nuestros profesores de entonces). A pesar de que vivía gran parte del año en Estados Unidos, cuando visitaba Buenos Aires parecía estar en todos lados (conferencias, encuentros, clases y centros de documentación). Su generosidad con los estudiantes y su jovialidad e ironía eran ejemplares. Recuerdo que en un curso semestral que dio en la calle Puán en la Facultad de Filosofía y Letras Tulio siempre insistía en no terminar la clase si los estudiantes no le hacían preguntas. Luego, como colega y amigo en Estados Unidos, pude apreciar también la generosidad de Tulio, su profundo interés en establecer diálogos con las generaciones de jóvenes historiadores. Cuando, irónico y risueño, hablaba de las fuentes, parecía como si imposiblemente los hubiera conocido y escuchado a todos, de Sarmiento a Mitre. Con el paso de los años, ya dedicado al estudio de la historia intelectual y la política del siglo XX, éste fue muchas veces el caso, desde los intelectuales argentinos que conoció o escuchó en el periodo de entreguerras a Cristina Fernández de Kirchner.
El encuentro con Tulio en el café Tolón, en la avenida Santa Fe y Coronel Díaz, su preferido, fue un ritual que compartí con muchos otros colegas de mi generación a quienes él criticaba con elevada ironía, y también aconsejaba.
Después de una invitación que le hice para una conferencia magistral en Nueva York, que se publicó este año en Buenos Aires como libro, Halperín me pidió que, si escribía el prólogo (cosa que hice), por favor fuera breve y que no lo elogiara. Esta pequeña anécdota textual es testimonio de su humildad con los lectores, pero también su humildad para pensarse históricamente en el maelstrom de la historia de la que fue "un observador participante". En aparente contradicción, durante su paso por Nueva York, Halperín dijo con ironía que la humildad nunca fue una de sus virtudes. En mi opinión, y aunque él mismo no estuviera de acuerdo, Tulio era humilde en un sentido amplio, en su forma de pensar la historia y su propio lugar en ella. Una posición para leer el pasado que a veces era testimonial y siempre era profundamente analítica. Sorprendentemente, en aquella conferencia de Nueva York también describió su propia trayectoria como típica. Lo que quería decir es que él también era producto y efecto de sus contextos, de la Argentina peronista al exilio y la vida itinerante entre la Argentina y Estados Unidos.
Tulio tenía una idea muy clara de su lugar en la historiografía, pero nunca fue ni se pensó como el dueño de la verdad. Era más bien un poderosísimo intérprete de verdades, fuentes y saberes. No tuvo aprendices, no pedía a sus colegas que aceptaran automáticamente sus hipótesis, pero sí que pensaran con él a través de su obra y su palabra. Para casi todos los historiadores profesionales fue un gran maestro. Su estilo de escritura que vincula una fina ironía con una narrativa abigarrada y llena de reflexiones de largo alcance es simplemente inigualable. Halperín no deja discípulos, pero si infinidad de lectores y amigos agradecidos.
El autor es director del departamento de Historia de la New School for Social Research
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