Tucumán nos puso frente al espejo
Como si fuera una condena divina, como si fuera una predestinación, nuevamente en un ciclo de poco más o poco menos de una década nos asomamos al fantasma de la crisis y el caos. Todos hemos visto las tremendas imágenes de Tucumán, la parodia de las elecciones, el voto comprado en forma explícita, la quema de urnas y el lacerante grito de "que se vayan todos".
Por supuesto ninguna crisis es igual a la anterior. Hoy no hay corralito, sino cepo. No hay vacío de poder, sino hiperconcentración de poder. No pierden los que tienen dólares, sino los que tienen pesos. Pero surge la pregunta, casi como una acusación: ¿por qué fracasa la Argentina?
¿Qué tenemos de constante en todas estas crisis? La falta de consensos; el juego de suma cero; el que gana, tiene todo; el que pierde, nada. Y esto pasa porque las instituciones son débiles, porque nos encanta el atajo, porque no queremos escuchar la verdad, porque esperamos que venga el caudillo, el líder, el conductor y lo solucione todo.
Y un buen día sale el sol, viene un nuevo amanecer y surge la figura providencial con patillas y acento norteño y otro día el líder vendrá del frío y el viento. Pero siempre la expectativa, la esperanza, el hacer está en el otro, en el jefe, que todo lo puede y que cuando -tarde o temprano- caiga en desgracia, será culpable de todo.
Hasta hace poco nuestros desequilibrios y fracasos económicos tenían consuelo: "Sí, pero tenemos democracia, votamos cada dos años, en paz, se respeta la vida, la libertad, hemos superado la tentación autoritaria".
Por eso nos duele tanto lo que viene pasando: la muerte de un humilde militante radical aparentemente en una vendetta política, las prácticas electorales tucumanas como si estuviéramos en la Década Infame y la represión brutal contra un pueblo indefenso.
Sirvan los sucesos del NOA para marcar un punto de inflexión. Ya no esperemos al salvador, ya no sigamos en la platea, tomemos el futuro en nuestras manos, metámonos, salgamos a las calles y marquémosles a nuestros gobernantes la idea de que hay límites: la Constitución, el sagrado derecho a votar, la vida, la libertad de expresarnos y manifestarnos. La transparencia de unos comicios no puede ser la preocupación de una facción, sino un compromiso de todos los argentinos, de su pueblo y de su gobierno. Volvamos a hacer un pacto de convivencia básico: las reglas se respetan, las reglas se debaten, pero una vez fijadas, se cumplen. Hay mandatos, hay ciclos, hay alternancias. Y eso es sano. Más aún, es necesario si queremos inspirar confianza, atraer inversiones y desarrollar todo nuestro potencial.
Cuando dejemos de ser el país donde todo puede pasar y seamos un país previsible aunque, quizás, más aburrido, habremos sentado las bases para, todos los días, ladrillo a ladrillo, entre todos y sin capataces, construir un país mejor.
Abogado, vicepresidente del Banco Ciudad