Trump y una elección donde medirá fuerzas
El 6 de noviembre habrá elecciones de medio término en Estados Unidos. Se elegirán todos los miembros de la Cámara de Representantes (435), un tercio de los senadores (35) y casi dos tercios de los gobernadores (36). El mundo entero estará mirando el resultado de estos comicios, los primeros desde que Donald Trump, un outsider de la política, fuera elegido presidente en 2016. Está en juego la actual mayoría republicana en ambas cámaras, que le ha permitido al presidente aprobar leyes e incluso nombrar dos nuevos jueces en la Corte Suprema y consolidar una mayoría ultraconservadora en el máximo tribunal por las próximas generaciones. Sin embargo, estas elecciones son más que un recuento de sillas: lo que todos estarán mirando es si la sociedad norteamericana ha sabido reaccionar ante un líder como Trump.
En general, las elecciones de medio término se consideran un referéndum sobre la gestión del presidente. Actualmente, un 44% de la población estadounidense aprueba la presidencia de Donald Trump, pero este número esconde realidades muy distintas: mientras que el 91% de los que dicen ser republicanos lo aprueba, ese número se derrumba al 8% entre la población que se identifica como demócrata (datos de Gallup). Si bien puede parecer normal que los partidos sirvan para organizar las preferencias políticas, el fenómeno de la polarización en los Estados Unidos tiene características específicas. No solo alude a la creciente distancia ideológica entre los dos partidos políticos y sus votantes, sino que además se extiende a las identidades de la población. De este modo, los sondeos preelectorales indican que a los republicanos les irá mejor entre hombres, población blanca en general y mujeres blancas sin título universitario; mientras que los demócratas ganarán entre votantes afroamericanos, latinos, mujeres blancas con título universitario, jóvenes, mujeres en general, y votantes que se declaran independientes. Es decir, la población estadounidense está crecientemente segmentada.
La polarización entre los dos partidos políticos de Estados Unidos no es un fenómeno nuevo -se remonta a los años 70-, ni excluyente (la política mundial está sacudida por partidos que surgen y se colocan a la extrema derecha del sistema). Desde hace tiempo, entonces, los políticos republicanos tienen posiciones cada vez más conservadoras y los políticos demócratas toman posiciones cada vez más progresistas (aunque estos últimos se mueven más lento). En la práctica, la polarización dificulta el entendimiento entre políticos de uno y otro color en el Congreso, complicando el avance de legislación impulsada desde uno y otro lado. Se trata, en otras palabras, del fin de los consensos.
La calle, dividida
En el último tiempo, además, la polarización se ha extendido de las instituciones a la calle, de modo que cada conflicto es leído por el ciudadano a partir del partido político que apoya; esto es, la grieta no es solo un fenómeno argentino. Así, el votante es primero demócrata y luego está a favor de establecer controles para la venta de armas -y no al revés-, y es republicano y por tanto cree que el #MeToo fue demasiado lejos. En forma creciente, entonces, la población estadounidense puede clasificarse en grupos distintos y cerrados de acuerdo a su etiqueta partidaria. Este fenómeno, conocido en la literatura de ciencia política como sorting, hace referencia a que el "tipo" de persona que sos y el partido al que votás conforman una unidad. Es decir, la etiqueta "republicano" y "demócrata" ya no hace referencia solamente al partido político que la persona elige, sino además a su raza, su género, su religión, su posición sobre la inmigración y el sistema de salud, sus ideas sobre el control de armas y en general a todos o casi todos sus valores. El partido se convierte así en una megaetiqueta que todo lo define, y esto los políticos lo saben bien.
Las etiquetas partidarias, por supuesto, no son inmóviles y están ellas también en transición. ¿Qué es el Partido Republicano? ¿Qué es el Partido Demócrata? Los primeros parecen tenerlo más claro que los segundos. El Partido Republicano tuvo una fuerte crisis en 2012, cuando Obama ganó por segunda vez. En aquel entonces, los líderes del partido contrataron a una consultora para analizar cómo seguir y ésta les recomendó cambiar el discurso para atraer a las minorías étnicas y avanzar una reforma migratoria amplia. Sin embargo, en 2016 Trump se convirtió en presidente apelando a los resentimientos raciales, étnicos y nacionalistas de los blancos que temen la pérdida de su estatus privilegiado. ¿Cómo fue posible? Había un movimiento en los votantes republicanos que iba en el sentido contrario de lo que aquella consultora percibía: mientras que los afroamericanos se volvían crecientemente demócratas (y también los latinos, aunque con menor intensidad), los blancos se dividían de acuerdo con el nivel educativo, y aquellos más educados se iban hacia el partido demócrata, mientras que los blancos con menor educación se volcaban más y más hacia los republicanos. Esos votantes blancos sin título universitario expresaban a su vez más racismo, mayor animadversión hacia los musulmanes y más apoyo a restricciones a la inmigración. Esas tendencias ya estaban allí, pero fue Trump quien, sin vergüenza, las politizó. Desde entonces, gobierna combinando una agenda económica a favor de las élites, con un discurso racista, xenófobo y profundamente misógino. La apuesta fue exitosa y hoy, más allá de algunas pocas voces disidentes, el Partido Republicano es el partido de Trump.
El Partido Demócrata, mientras tanto, tiene un electorado más difícil de complacer. ¿Se trata de ser progresista en valores socioculturales (lo cual no es poco, dado el contexto) o politizar además cuestiones económicas, como la desigualdad que crece desde los años 70, y la falta de servicios y asistencia pública? ¿Conviene soltar a la clase trabajadora blanca y sus resentimientos y abrazar definitivamente a las minorías? ¿Es posible elaborar un discurso y proponer unas políticas que combinen todas estas demandas? El partido no está seguro, y ofrece candidatos más cercanos al establishment tradicional -blancos, millonarios y muy educados como Joe Biden o Elizabeth Warren, posibles presidenciables- y otros que reflejan ese Estados Unidos en proceso de cambio (como Alexandria Ocasio-Cortez, latina y candidata por el distrito 14 de Nueva York, o Andrew Gillum y Stacey Abrams, ambos afroamericanos candidatos a gobernadores de Florida y Georgia, respectivamente).
La discusión de fondo
Estas elecciones se juegan, entonces, en dos planos. En el concreto, se trata de republicanos versus demócratas. Los presidentes de Estados Unidos suelen gobernar por dos mandatos, de modo que Trump debería ser reelegido en 2020, ayudado además por una economía pujante, aunque muy desigual al momento de repartir sus frutos. Si el Partido Republicano conserva su mayoría, Donald Trump quedará muy bien posicionado. Si, en cambio, el Partido Demócrata consigue los escaños suficientes para arrebatar la mayoría, posiblemente logre afianzar su discurso y unificarse detrás de un liderazgo fuerte.
Pero hay algo más en discusión. A Estados Unidos le gusta pensarse como un país que aspira a la igualdad. Esas palabras están grabadas en la Declaración de Independencia de 1776, en la cual se la consagra como una verdad autoevidente. Allí, además, se les concede a todas las personas los derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Sin embargo, esa igualdad y esos derechos han sido esquivos para sectores importantes de la población durante la mayor parte de la historia del país. La próxima semana Estados Unidos va a las urnas para elegir, una vez más, quiénes merecen seguir soñando.
La autora es doctoranda en Ciencia Política, Universidad de Cornell