Trump y Cuba: política de manual
La reciente decisión del gobierno de Donald Trump de presionar a Cuba y condicionar los avances en la relación entre ambos países a la apertura del régimen político de la isla tiene mucho de conocido y nada de original. Desde Ronald Reagan, la promoción de la democracia ha estado en el centro del debate sobre la política exterior de Estados Unidos.
Para una buena parte de las élites de Washington, la promoción de la democracia en el mundo se vincula positivamente con la promoción de la seguridad y la prosperidad de Estados Unidos. Existe una vasta literatura en la academia que sostiene que las democracias maduras son más pacíficas entre sí, más abiertas al capitalismo y más responsables frente a la sociedad internacional que las no democracias. El argumento, con variaciones, ha consistido en afirmar que un mundo más democrático será un mundo más amigable a la hegemonía de Estados Unidos.
Pero detrás de este razonamiento muy idiosincrásico, existe otro patrón más histórico y fundamental: la promoción de la ideología como forma de incrementar el posicionamiento geopolítico. En 1559, Isabel I envió sus tropas protestantes a la Escocia católica. En 1831, el conservador Metternich envió tropas a tres estados italianos para interrumpir revoluciones liberales. En 1956 y 1968, la Unión Soviética intervino en Budapest y en Praga respectivamente para aplastar a los reformistas. Y Estados Unidos promovió el cambio de régimen en incontables oportunidades por todo el planeta.
El profesor John Owen, de la Universidad de Virginia, identificó más de 200 intervenciones externas entre 1500 y 2010 para cambiar el régimen de un país desde afuera. Encontró que las grandes potencias lo hacen cuando el país-blanco atraviesa serias dificultades internas y cuando la seguridad internacional escasea. También, que la presión externa se incrementa con la polarización ideológica transnacional y que típicamente el Estado presionado está cerca del Estado promotor.
Si éste es el patrón, bien vale preguntarse cómo es posible que Estados Unidos, en vez de apoyar la democracia, haya sostenido a tantos dictadores. Una respuesta es que la promoción de la democracia no tiene sentido como objetivo último porque sería disruptivo para el orden internacional. Tiene lugar, más bien, bajo determinadas circunstancias. Hay dos factores, sugiere Owen, que incrementan los incentivos para que Estados Unidos le suelte la mano a un dictador: que el país vea amenazada la existencia de su régimen político y que no tenga otro modelo alternativo disponible en el mercado de las ideas y las divisas. Trump es de manual.