Trump, un toque de kirchnerismo en el sistema norteamericano
Con su flamante presidente, EE.UU. parece haber iniciado un nuevo ciclo, el de la indiferencia ante la verdad
Donald Trump combate ferozmente a la prensa, se solaza hablándoles a los suyos en tono de campaña, insulta a los jueces entre cientos de otros, truca los números para que se ajusten a sus deseos, mezcla intereses públicos con privados, muestra grandilocuencia e infalibilidad ante cualquier asunto, fuerza la realidad a ingresar a su modelo, usa la matriz amigo-enemigo para ordenar su discurso político y hace del populismo nacionalista su credo. En fin, ¿dónde vimos esto antes? Es como si un comprimido efervescente kirchnerista estuviera siendo disuelto dentro del sistema norteamericano. Este sistema tiene mejores y más sólidas instituciones para lidiar con un presidente autoritario, pero tal como ocurrió en la Argentina, en que el veneno diario destilado desde el poder destruyó el diálogo y la convivencia, llegando a afectar familias y amigos, el daño que está produciendo Trump es un corrosivo difícil de mensurar. Por de pronto, porque su visión de las cosas y sus esquemas mentales son contagiosos y mueven a recortar el mundo, a quien aún no lo veía de ese modo, en términos de color, nacionalidad, raza o creencia. Esas categorías, encaradas con el ácido de la división y la revancha, son una bomba de profundidad para una sociedad que nació de la integración de las diferencias.
Pero hay semejanzas adicionales fuera de la vista. Y una de las más relevantes es que con Trump parece haber comenzado en los EE.UU. un ciclo de indiferencia ante la verdad. Un tipo de ciclo que, como experimentamos en la Argentina, se paga caro. Cuando se elige un presidente que miente serial y sistemáticamente durante su campaña, cuando se selecciona un candidato que exhibe un evidente desprecio por la verdad, el mensaje que está enviando el votante es que ha decidido sellar un pacto de indiferencia ante ella. Cuando algo no produce la reacción que debiera, hay que pensar que se está consiguiendo lo que se desea. La verdad es incómoda por naturaleza y desde el fondo de la frustración puede emerger la sed de una narrativa que la ignore. Y cuando el espacio de la verdad queda vacante, cualquier narcótico o eslogan se acomoda perfectamente dentro.
"El concepto de calentamiento climático ha sido creado por los chinos para debilitar la industria americana", ha dicho, por ejemplo, Trump. No es fácil luchar contra cientos de frases como ésta: el oleaje de falsedades tiene tal persistencia que se pierde el interés por contrastarlas. La polución de datos falsos, la referencia a hechos inexistentes (como el atentado en Suecia o el atentado de Bowling Green) y las manipulaciones verbales, como ocurrió entre nosotros, son una marea lingüística que crea las condiciones para la equivalencia de todos los contenidos y para el drenaje del sentido.
Por eso, no deja de ser sintomático que The New York Times haya sentido la necesidad de publicar un aviso comercial en la TV, durante la noche de los Oscar, que recuerda, como quien repasa los primeros palotes de una democracia, que la verdad es más importante en este momento que nunca. Los fundamentos se están erosionando: que un medio de ese calibre diseñe un aviso publicitario recordando el valor de la verdad como tal es de por sí un dato impactante. Porque el destinatario del mensaje no es ya sólo el presidente, sino la población para la cual se está desfigurando esa prioridad. Aunque podría ser una batalla perdida de antemano, porque no hay inteligencia que pueda iluminar la voluntad de no ver.
Es que la noción de basarse en evidencia para hacer política y para gobernar ha perdido peso específico y ya no es requerida por algunos electorados. Los cisnes negros que vienen apareciendo en la escena internacional tienen que ver con el consumo de emociones, no de ideas. Así, por ejemplo, si el muro en la frontera con México es, desde el punto de vista moral, una idea idiota, desde el punto de vista de la psicología tiene un impacto. Al poner una barrera a los mexicanos -grueso de delincuentes y violadores para Trump-, crea indirectamente el efecto de lo precioso que hay dentro. El muro tiene el propósito de subrayar, todo a su largo, a Estados Unidos como objeto del deseo. Será construido para acentuar emociones adentro, no sólo para conjurar peligros afuera. Hay que reconocerle a Trump que, al contrario de la mayoría de los candidatos, está cumpliendo con exactitud las bestialidades que prometió. Son emociones las que lo han elegido y Trump da el vuelto con la misma moneda: su discurso no apela a la racionalidad, sino al resentimiento, al enojo, a la revancha, al miedo. Se han aprovechado de nosotros, ya lo pagarán.
Pero hay dos hipótesis posibles: o es Trump quien manipula a las masas o son las masas las que han alentado el discurso de efectos especiales de este experto en simulación. La primera hipótesis se basa en inocular todos los fantasmas y demonios, para luego ofrecer sus servicios de exorcismo. Y se basa en hacer percibir a la sociedad que está en el infierno, para luego venderle el ticket de retorno al paraíso perdido, America grande otra vez, con él al comando. Trump ha puesto en juego la expresión de "hipérbole verídica", "una inocente forma de exageración y una muy efectiva forma de promoción", que utilizara en su propio libro. Allí supone que la gente quiere a toda costa creer en alguna hipérbole maravillosa. El propio Trump se ha ofrecido a ser la encarnación de este concepto: con declaraciones extremas y con sólo arañar la categoría de lo verosímil le ha alcanzado para ser presidente.
La segunda hipótesis se niega a considerar inertes a esas masas, se niega a subestimarlas y las considera artífices primarias de lo que está ocurriendo. Trump sería entonces el vehículo. Y en este campo son las masas las que tienen un hartazgo ante los hechos verificables, porque la realidad sólo les ha traído desdicha. La verdad sólo nos ha proporcionado aridez, parecen haber dicho. Probemos ahora con el surrealismo político, con la ruptura de los referentes. Terminemos con la globalización, con los pactos de libre comercio, con la integración mundial. Y, sobre todo, terminemos con el liderazgo moral en el mundo. Al elegir a Trump, Estados Unidos se ha sacado de encima el corset de tener que ser ejemplar. Trump ya no se erige como juez supremo del mundo: quiere ahora ser uno más del barrio, el que se pelea en cada esquina, el que se toma revancha y el que humilla a los demás.
Obama expresaba a un EE.UU. sometido a las ataduras de su ejemplaridad. Ahora podemos cortarle el teléfono al premier australiano o advertir a Peña Nieto que no necesitamos de los mexicanos y que los pondremos de rodillas. Las masas han producido con Trump su pequeño -por ahora- "más allá del bien y del mal". Pero este nuevo estilo hostil, junto a la ampliación del arsenal nuclear y el presupuesto militar, que han sido señalados como prioridad, es preocupante tanto para los Estados Unidos como para el resto del mundo. Tal vez no sea ocioso recordar, como lo hizo el Times al rescatar la noción de verdad, que no hay ningún impulso más peligroso para la especie que el que considera la erradicación de otros seres humanos como algo esencial para la propia existencia.