Trump en México, otro ladrillo en la pared
Indignados con el presidente Peña Nieto, que recibió al candidato republicano que insulta a su país, los mexicanos desconfían de las razones de la visita y ven en ella una muestra de la dependencia política con los Estados Unidos
Ciudad de México.- De acuerdo con el estudio “The world through expat eyes”, que anualmente elabora la red InterNations (www.internations.org), México es el mejor país del mundo para hacer amigos. Quizás el presidente Enrique Peña Nieto se cruzó en algún momento con ese informe y, envalentonado por tan halagadoras conclusiones, no dudó en invitar a la capital mexicana a los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Hillary Clinton y Donald Trump. Como se sabe, el único que aceptó la invitación fue el multimillonario republicano, quien el miércoles 31 pasó por esta capital en una fugaz visita de cuatro horas inolvidables. Tiempo suficiente para sacudir a la opinión pública nacional y mundial, pero demasiado poco para forjar una bonita amistad.
Tal vez resulte improbable que el estudio de InterNations esté detrás de uno de los episodios más humillantes de la historia reciente de México, pero las razones que habrían llevado a Peña Nieto a recibir en la residencia presidencial al político célebre por agredir y discriminar a los mexicanos son tan enigmáticas que hasta la especulación más insólita parece capaz de aportar un argumento. De hecho, el intento de comprender los motivos de la reunión ya se ha convertido, aquí, en un triste deporte nacional. Y es que, a pesar de los esfuerzos de la clase política y de la población en general, el misterio permanece insondable y pasa por los medios de comunicación, se reinventa en los memes anti-Peña Nieto de las redes sociales, sobrevuela las calles y regresa al corazón del gobierno convertido en una bola de nieve que arrasa con todo lo que encuentra a su paso.
“¿Usted invitaría a su casa a quien lo insulta?”, me preguntó, muy molesto, el panadero que trabaja a la vuelta mi casa, en el barrio de Coyoacán, esa mañana de miércoles. Horas más tarde trascendía que la canciller Claudia Ruiz Massieu había presentado su renuncia, rechazada por el propio Peña Nieto. El pasado martes, quien renunció fue el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, uno de los funcionarios más influyentes del gabinete, quizás el verdadero promotor de la visita del polémico magnate. Y para el próximo jueves, Día de la Independencia de México, ya se convocó una gran manifestación en todo el país que pedirá la renuncia del mismísimo presidente, cuya gestión sólo es aprobada por dos de cada 10 mexicanos, según la última encuesta publicada por el diario Reforma.
Al panadero que atiende a la vuelta de mi casa lo conozco desde hace años y lo más violento que le he visto hacer en todo este tiempo ha sido su intento de venderme unos feos muffins orgánicos. La mañana de la llegada de Trump, yo traté de calmarlo con una larga explicación sobre la dependencia que la economía mexicana tiene de los Estados Unidos, ya que –como ambos sabemos– las remesas que los inmigrantes mexicanos envían desde el vecino del Norte representan una extraordinaria fuente de ingresos, calculada en más de 15 mil millones de dólares en el primer semestre de este año. “Y eso, sin hablar de los beneficios del Tratado de Libre Comercio que firmó Carlos Salinas de Gortari”, cerré, no muy convencido de mis propias opiniones, pero seguro de haber aplacado sus nervios. Cuando terminé, un oscuro silencio cayó entre nosotros y sentí que me miraba con la condescendencia que sólo el cariño o la confianza eximen de transformarse en algo peor. Sin perder la paciencia, dijo que, precisamente por esa dependencia económica de México, en el gobierno tendrían que haber obrado con más prudencia y esperar a las elecciones de noviembre para invitar al país a quien resultara elegido. “¿Para qué chingados el Peña Nieto se tuvo que meter en la campaña? –me dijo, mientras las venas de su cuello comenzaban a hincharse–. ¿O cree que alguno de esos gringos le va a hacer caso?”
Horas más tarde, poco después de la conferencia de prensa que Peña Nieto compartía con Trump, en la Red me encontré con la justificación de la visita que esgrimía el hoy renunciado Videgaray. “Son millones de empleos, industrias completas y la vida de mucha gente que depende de cómo vaya a ser la relación con el próximo gobierno de Estados Unidos”, decía, en términos similares a los que yo había expuesto esa mañana ante el severo escrutinio de mi panadero. Y ya que mis comentarios matinales parecían replicarse en el gobierno, recordé los cuestionamientos que había recibido por parte del hombre que envolvía mis baguettes. “¿A quién le conviene este viaje? ¿La idea de invitarlo realmente vino de Peña Nieto o hay un grupo de poder que forzó la invitación? ¿Nuestra dependencia es sólo económica? ¿No es, también, política y por eso nos gobiernan los que ellos apoyan?”
El peor efecto de las noticias es la sensación de que no ocurre lo que se supone que ocurre. En México, esa nefasta e indispensable intuición cotidiana aparece en demasiadas ocasiones y, para colmo, es muy posible que constituya una de las maneras más aconsejables de interpretar la realidad. Los ejemplos sobran y todos crecen entre sombras. Sabemos que “el Chapo” Guzmán se escapó de dos prisiones, sí, pero ignoramos todo acerca de quienes habrían negociado sus fugas. Sabemos, también, que el alcalde de Iguala y su esposa participaron en la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa, pero parecería que su encarcelamiento apunta, sobre todo, a evitar daños políticos mayores. ¿A algo de todo esto se refería el panadero? ¿Habría que pensar que, en la conferencia de prensa posterior a su encuentro, Trump y Peña Nieto hablaron del famoso muro para evitar menciones a otros asuntos menos improbables y de mayor impacto económico, como las restricciones que el republicano quiere imponer a las remesas y al Tratado de Libre Comercio?
A la vista de la repercusión internacional y las consecuencias sociales que ha tenido, lo único claro del viaje de Trump a México es que Peña Nieto cometió un error de cálculo que hace más evidente la flaqueza del país en su dependencia de Estados Unidos. En un día que ya forma parte de la historia negra nacional, demostró que ningún político estadounidense se siente obligado a hacer lo que le pide o reclama un mexicano, por más candidato presidencial que sea uno y primer mandatario el otro. Puede que la política sea el arte de la presión, las negociaciones y los pactos, pero poco o nada de eso parece funcionar cuando Goliat siente que tiene cosas más importantes que hacer que prestarle atención a David.
Tras su paso por la residencia oficial de Los Pinos, Trump aprovechó para dar en Arizona una clase magistral de petulancia con el que tal vez sea su discurso más insultante contra la inmigración mexicana. “México va a pagar el muro –señaló, en total contradicción con lo que el presidente mexicano había asegurado minutos antes en su cuenta de Twitter–. Aún no lo saben, pero van a pagar por él.” ¿Cuántas otras cosas ignoramos y pagamos por ellas? Ni Trump ni Peña Nieto parecen estar dispuestos a hablar de eso. Entre ambos y la sociedad que los contempla han levantado un muro.