Tres juventudes divorciadas de la política
Hay una generación que acaso no espere que la imiten ni le regalen nada, sino solo que no la subestimen
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¿Hay una generación cada vez más desenganchada de la política? ¿A los jóvenes les cuesta más ilusionarse o es que nadie les propone un camino que los entusiasme? ¿El escepticismo es el signo de esta época? Algunas de estas preguntas sobrevuelan en los laboratorios de las campañas electorales, donde intentan encontrar algún hilo que conecte a los candidatos con la franja de nuevos votantes.
La política, sin embargo, exhibe crecientes dificultades para descifrar la demanda de los jóvenes. Cae en simplificaciones y generalizaciones, como si se tratara de un universo homogéneo y razonara con los mismos parámetros de la generación anterior. Desde el poder se les ofrece una idea de paternalismo estatal que no parece encajar con una mentalidad moldeada en la cultura digital. Algunos los quieren conquistar por TikTok, impostando un lenguaje que les resulta ajeno. Otros les proponen un grito de indignación teñido de demagogia y autoritarismo. El gobierno bonaerense, mientras tanto, les regala viajes de egresados y les ofrece recitales gratuitos. No intenta seducirlos sino comprarlos, en un ejercicio de subestimación que excede la demagogia para rozar el chantaje. No intenta identificar sus problemas y sus necesidades, sino “arreglarlos con plata”. Desnuda el prejuicio de creer que lo único que les importa a los adolescentes es divertirse y pasarla bien, como si no tuvieran otros sueños y ambiciones.
El voto joven puede ser gravitante en las próximas elecciones. Solo en la provincia de Buenos Aires se incorporará más de medio millón de electores de entre 16 y 18 años. La franja de votantes sub-30 representa el 25 por ciento del padrón nacional. Todo indica que, en la desesperación por conquistarlos, habrá un “festival” de regalos, concesiones y promesas que promueven la idea de un Estado que otorga y que provee con una lógica clientelar, mientras fomenta la ilusión del facilismo. Es un Estado que “vende” presente a cambio de futuro, aunque ese mismo presente luce cada vez más oscuro. No está claro, sin embargo, que el viejo truco del “plan dádiva” funcione con los hijos de siglo XXI.
“Los jóvenes” están muy lejos de ser una categoría uniforme, aun cuando la política a veces los ve como una masa compacta y los encasilla en sus propios estereotipos. Pocas generaciones, como la actual, han estado tan atravesadas por la fragmentación. Ni siquiera los gustos culturales parecen trazar una identidad. Si hubo una generación que se identificó con el rock, la actual está atravesada por géneros muy variados y multifacéticos que sus padres (y los políticos) ni siquiera conocen. Cuando el poder descubrió a L-Gante, ya llevaba 50 millones de visualizaciones en YouTube.
Lo que define a los más jóvenes es el mundo digital. “El celular es su patria”, dicen los sociólogos. Una patria individual que cada uno construye a su medida. El celular es sinónimo de diversidad, de globalización, de “mundo propio”, de rebusque laboral y de relaciones sociales. También es la herramienta que ha creado formas diferentes de activismo y militancia. Los influencers reemplazan a los liderazgos tradicionales. El mundo de las criptomonedas crea nuevas categorías en cuanto al riesgo y al ahorro. Se vive en una galaxia de apps. Muchos jóvenes ganan y pierden dinero sin salir de su habitación. Hay fenómenos, como el de los casinos online, que se ponen de moda entre los adolescentes sin que los padres se enteren.
Si el celular es el gran hilo conductor de las nuevas generaciones, la crisis argentina se ha ocupado de crear gruesas líneas divisorias entre los jóvenes de los centros urbanos. Cuando la política pone la lupa sobre ese segmento poblacional, se encuentra al menos con tres juventudes diferentes, divididas en tercios casi iguales. El 33 por ciento, según relevamientos coincidentes, está con un pie afuera del sistema. Pertenecen al sector más vulnerable. La gran mayoría (el 75%) creció en hogares monoparentales, con una figura paterna ausente o muy desdibujada. No han visto de cerca el modelo del progreso a través del trabajo y el esfuerzo. En esa franja, el 80 por ciento abandona el colegio secundario. No tienen herramientas para competir en el mercado laboral, son “carne de cañón” para el narcomenudeo, sobreviven en una economía completamente informal y están expuestos a una industria delictiva que domina amplios territorios del conurbano. No piensan en términos de largo plazo. La política solo les genera desconfianza. Es un sector en el que las encuestas perciben resentimiento, amargura e incredulidad. Toman lo que les ofrece el puntero, pero no se atan ni se comprometen en ninguna organización política. A ese tercio, el Gobierno solo les propone planes sociales.
En el medio, hay otro 33 por ciento que “la pelea”. Sabe que el título secundario, y la posibilidad de ingresar a la universidad, lo puede ayudar a marcar la diferencia. Están entre el último peldaño de la clase media y el más alto de la clase baja. Son hijos de padres laburantes, con hogares más articulados. Sufren el deterioro de los ingresos familiares y están muy expuestos a la inseguridad cotidiana. Viven en una realidad fronteriza, muy cerca del primer tercio, expuestos a los riesgos del “descarrilamiento”. Son el sector que más sufre la inflación, la precariedad laboral y el deterioro de los servicios públicos. Pero conocen la cultura del trabajo, sueñan con forjar cierta estabilidad, tienen proyectos. Creen que nunca podrán comprar una casa, pero tal vez lleguen a construir algo en el fondo de la de sus padres. El Estado les ofrece una escuela pública de baja calidad. Intenta “compensarlos” con una estafa disfrazada: los aprueba sin exigirles y les entrega títulos secundarios cada vez más devaluados.
Si en el mercado laboral antes había cinco escalones de diferencia entre un título de ingeniero y un bachillerato técnico, hoy esa brecha se ha multiplicado por diez. La desigualdad se ha acentuado de manera exponencial. Con secundario completo, antes se competía por una jefatura de departamento; hoy apenas alcanza para un puesto de repositor o de repartidor de delivery.
La demagogia educativa es pan para hoy, hambre para mañana. Pero el poder sintoniza, en esa cultura del facilismo, con algo que anida en sectores seudoprogresistas de la propia sociedad. Cientos de padres del Nacional de Buenos Aires acaban de movilizarse para que el colegio haga “una excepción” y les permita a sus hijos pasar de año a pesar de tener más de una materia previa. No piden que les enseñen, sino que los aprueben. Les arrebatan a los jóvenes lo que el profesor Guillermo Jaim Etcheverry define como “el derecho a ser exigidos”. Hay una corriente que confunde derechos con atajos y conquistas con privilegios.
El último tercio de los jóvenes tiene la cabeza fuera del país. Muchos se han ido y otros proyectan irse. Les cuesta acceder a la vivienda, pero tienen –en muchos aspectos– una vida más cómoda que la de sus padres. Se relacionan de otra manera con el consumo, con el empleo, con las parejas. Militan el veganismo y el ambientalismo con más entusiasmo que cualquier “ismo” partidario. Prefieren un monopatín antes que un auto. En las entrevistas de trabajo, son ellos los que imponen las condiciones: tres días presencial, dos de home office. Con un tercio de su generación fuera de competencia, pueden darse el lujo de elegir. Valoran más la flexibilidad laboral que la perspectiva de una carrera de ascensos. No quieren tener vacaciones sino “temporadas”: nueve meses acá, tres de work and travel.
A ese sector, el poder lo mira con indiferencia. Las encuestas le dicen que ahí no está su electorado. No hay proyecto ni mensaje para ellos. Es probable que hasta algún cálculo mezquino les recuerde que “si están fuera del país, no votan”. Es una franja generacional que no conoce el crédito ni la estabilidad, pero no lo vive con angustia porque está más pendiente del hoy que del mañana. Ha forjado una cultura de menor arraigo: le cuestan mucho menos que a sus padres decisiones como las de mudarse, renunciar al trabajo, separarse y empezar de cero. “Viven con menos peso en la mochila”, resume un profesional que lleva cuarenta años trabajando con jóvenes y adolescentes. Tienen menos tolerancia al sacrificio y valoran más la libertad. Adhieren a eslóganes de moda, como “reinventarse” o “salir de la zona de confort”.
La política parece sufrir, frente a los jóvenes, una suerte de envejecimiento prematuro. Habla un lenguaje anacrónico y encriptado. No despierta entusiasmo ni encarna la rebeldía. Propone regulaciones y estatismo sin entender la cultura del emprendedorismo digital. Encerrado en sus internas y aferrado a sus despachos, el poder parece desconectado de las nuevas generaciones. No les ofrece un modelo estimulante, ni las convoca a la responsabilidad ciudadana. Si de casualidad viera un acto de La Cámpora, un chico de 20 años no entendería de qué hablan ni a quién se están dirigiendo. Muchos de 30 tampoco.
El voto joven se ha convertido en un enigma. Podrá ir para un lado o para el otro, pero será un voto atravesado por el escepticismo, la indiferencia y la desconfianza. Mientras muchos políticos y gobernantes se arriesgan al ridículo en TikTok o hablan un impostado “lenguaje inclusivo”, hay una generación que tal vez no espere que la imiten ni le regalen nada, sino simplemente que no la subestimen.