Tres años más con la vice que se corta sola
Victoria Villarruel quiere conseguir un trofeo que ningún vicepresidente constitucional argentino logró desde que Justo José de Urquiza y Salvador María del Carril inauguraron el sistema presidencial: suceder al presidente mediante el voto popular. La dinámica del vicepresidente que aspira a suceder a su compañero de fórmula es frecuente en Estados Unidos (además de Thomas Jefferson, entre otros Richard Nixon, George Bush y Joe Biden lo lograron), pero en nuestro país, donde la discontinuidad institucional no ayudó, esa especie de sucesión ordenada está considerada una maldición de la historia. Una maldición similar a la que, después de Mitre, les impidió llegar a la Casa Rosada a todos los gobernadores bonaerenses que lo intentaron (una docena, desde Alsina hasta Scioli). Axel Kicillof debe estar al tanto de esta estadística amañada por la superstición.
Curiosamente una misma persona en un solo acto pareció contradecir ambas maldiciones: Eduardo Duhalde llegó a presidente después de haber sido vicepresidente y gobernador. Pero su ascenso no sucedió por sufragio popular sino por decisión de la asamblea legislativa. Antecedente que no aplica, además, porque Duhalde había dejado de ser vicepresidente diez años antes de llegar a presidente. Tampoco cuenta, desde luego, el de Perón, quien sí pasó en forma casi consecutiva de un cargo al otro, pero al de vice lo desempeñó por orden del Ejército: era una dictadura militar.
Villarruel no ha dicho con todas las letras que esté decidida a suceder a Milei en las presidenciales de 2027 (o en las de 2031). Sin embargo, su comportamiento mixto, servicial en términos parlamentarios, autónomo en términos políticos, disonante, espolvoreado con proselitismo de bajas calorías, no encuentra otra explicación que un sueño superador, la búsqueda y preparación de su ascenso.
Milei acaba de descargar contra su compañera de fórmula una andanada de reproches públicos que los colocan en el top five de los binomios malavenidos. Aunque es difícil decir qué fue peor, si Manuel Quintana diciéndoles a los secuestradores de su vice Figueroa Alcorta que no le importaba si lo ajusticiaban pero que él no pensaba renunciar y haciéndole después una campaña de difamación, o Frondizi echando en un tempestuoso mar de desconfianzas a Alejandro Gómez por conspirador (tan desacertado Frondizi no estaría: en 1962 los militares usaron a José María Guido, el vice de hecho, para concretar el derrocamiento).
En esos casos el presidente y el vice tenían, como ahora Milei y Villarruel, diferencias ideológicas y también distintas opiniones sobre la marcha del gobierno, aunque ninguna tan profunda como las que divorciaron a finales de los treinta al aliadófilo Roberto Ortíz y el pronazi Ramón Castillo. Un dramático minué de cuatro años que concluyó cuando Ortíz, diabético, se quedó ciego, murió y Castillo se hizo formalmente del poder, que en realidad ya ejercía.
A De la Rúa se le fue de un portazo Chacho Alvarez acusándolo de encubrir la corrupción y ese fue el principio del fin.
Sí, antes de que Cristina Kirchner tronara contra Julio Cobos, antes de que La Cámpora musicalizara las exequias de Néstor Kirchner entonando “ándate Cobos la puta que te parió”, ya había habido mucha Guerra de los Roses en las fórmulas presidenciales. No ha sido un vínculo caracterizado por la armonía ni un fertilizante de la anómica institucionalidad argentina.
Lo nuevo es que el Presidente dice que su vice está demasiado cerca de la casta. La casta para él es la política. Lástima que no haya aclarado cómo se podría hacer para presidir el Senado, negociar las leyes que el Ejecutivo requiere y repeler al mismo tiempo la política y a sus ejecutores. Nadie había tenido que conducir el Senado antes con tan pocos senadores propios y con la primera minoría en manos del adversario más intransigente.
Villarruel dice que Milei la dejó de lado. Es cierto. Pero otros vicepresidentes que también fueron marginados de la toma de decisiones, como Víctor Martínez, o que quedaron circunscriptos a tareas específicas, como Gabriela Michetti, no actuaron por despecho, no se lanzaron a forjar un destino individual, a verter opiniones a contramano de la Casa Rosada ni a desandar una chirriante agenda particular.
¿Está mal que la vicepresidenta sueñe con ser presidenta? Siempre se consideró legítimo, natural, que un político tenga ambiciones de poder. Un político en ese sentido es lo opuesto a un hippie que se radica en El Bolsón. El problema con el cargo que desempeña Villarruel, y que ya produjo serios problemas cuando lo ejercieron Figueroa Alcorta, Castillo, Teisaire, Gómez, Chacho Alvarez, Cobos o Cristina Kirchner, es que su función debería ser particularmente discreta, casi de tipo vegetativo. Cuando uno es el segundo, la lealtad estándar no basta para evitar desconfianzas. Las sospechas conspirativas son inherentes a cualquier suplente de emergencia, sea un vicecomandante bombero o el subcapitán de una fragata. Fue la historia argentina la que dejó calibrado el sensor así, tan sensible.
Hay que recordarlo, según la letra constitucional la vicepresidencia de la Nación existe por si el titular se enferma, se ausenta, se muere, renuncia o lo destituyen (artículo 88). De paso, el vicepresidente “será presidente del Senado, pero no tendrá voto sino en el caso que haya empate en la votación” (artículo 57, que dicho sea de paso viene redactado con queísmo: debería decir “en el caso de que…”).
Como piezas de repuesto los vicepresidentes adquirieron protagonismo a fuerza de utilidad. Cuatro mandatos presidenciales tuvieron que ser completados por sus vices antes de 1916: los de Miguel Juárez Celman (sustituido por Carlos Pellegrini a raíz de la primera gran crisis económica), Luis Sáenz Peña (que se quedó sin poder y lo reemplazó José Evaristo Uriburu), Manuel Quintana (falleció y lo sucedió Figueroa Alcorta, con quien se llevaba pésimo) y Roque Sáenz Peña (quien murió antes de ver el impacto de su ley, el sufragio universal, y lo continuó Victorino de la Plaza). Los dos casos siguientes, del total de seis, resultarían doblemente incompletos: tanto Castillo (que reemplazó a Ortíz) como Isabel Perón (que sustituyó a su marido) serían derrocados más tarde. Isabel Perón fue entonces, hace exactamente medio siglo, la última vicepresidente que juró como presidente.
Pero eso no se debió a que faltaron caídas. Lo que faltaron fueron vicepresidentes. Debido a que el presidente provisional del Senado puede desempeñar las mismas dos funciones que el vicepresidente de la Nación -titular del Senado y primero en la línea sucesoria- la vicepresidencia ha sido una institución ocasional. Vacante, el mundo siguió girando.
Alrededor de un tercio del tiempo el país no tuvo vicepresidente. ¿Cómo sucedió eso? Por un lado están los seis casos en los cuales el vice ya no era más vice porque había asumido la presidencia. A eso hay que sumarle los vices que fallecieron (Marcos Paz, Pelagio Luna, Hortensio Quijano) y los que renunciaron (Gómez, Duhalde, Chacho Alvarez).
Sólo uno fue reemplazado, Quijano. Perón inventó en 1954 unas elecciones vicepresidenciales que no están en ningún manual. Las ganó Alberto Teisaire (quien ya ejercía de hecho la vicepresidencia como presidente provisional del Senado). Las urnas fueron un artilugio de Perón para revalidarse (¿qué habría pasado si ganaba el candidato opositor?), aunque no sirvieron para disuadir a los golpistas. Lo derrocaron al año siguiente.
En 171 años, es decir desde Urquiza (Rivadavia no tuvo vicepresidente), hubo una gran variedad de modelos de binomios, con prevalencia de los litigiosos. La fórmula Mitre-Paz fue tal vez la única que se alternó en el poder de manera aceitada. Finalizó prematuramente cuando Paz murió de cólera, epidemia que trajeron del frente los soldados de la guerra por la que Mitre se había ido. Sucesión invertida: el presidente tuvo que dejar la guerra para reemplazar al vicepresidente.
La última experiencia fue también una inversión pero de otra especie. La líder armó la fórmula, se puso de segunda para poder sortear el rechazo mayoritario y ganar las elecciones, y procuró durante cuatro años que el presidente acatara sus indicaciones, método contra natura que tenía que salir mal. Y salió mal.
Tal vez la rueda institucional norteamericana tenga algunos detalles que impiden que acá se replique. El primero es que los miembros de la fórmula son del mismo partido, algo que ni siquiera ocurre con el libertario Milei y Villarruel, quien pertenece al Partido Demócrata. El segundo, que sus diferencias suelen ser de matices y de personalidad, no son disruptivas. Villarruel, en cambio, no se postula (o se insinúa) como una continuadora de Milei sino como opción a Milei (no se sabe bien para cuándo). Aparte de que sus estilos son visiblemente distintos, ella enarbola un nacionalismo populista de derecha con aroma militarista, rasgos que le son propios. En tercer lugar está el requisito de que los acuerdos electorales se cumplan de ambas partes.
Tres años le faltan a Milei para completar el mandato. Es decir que tres años le quedan a Villarruel. Está claro que necesitan hallar el momento para sentarse a actualizar sus acuerdos. Sea lo que fuere lo que acordaron en 2023, no sirve más.