Treinta y nueve años de una democracia de orígenes contradictorios
El balance de estas décadas arroja claroscuros, pero también enciende la esperanza en tendencias aún imperceptibles hacia una república más digna y una convivencia más civilizada
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Los resultados de las elecciones de 1983 rebatieron un supuesto perturbador de nuestra cultura política desde mediados del siglo XX. La UCR, partido casi centenario y mayoritario entre 1916 y 1946, se alzó con un 52% de los sufragios. El peronismo, que desde sus orígenes había arrojado a los radicales a, como mucho, un tercio electoral, obtuvo un contundente 40%. De un día para el otro se desvanecía el mito de que en elecciones libres y sin proscripciones el peronismo tenía más del 50% asegurado, pudiendo incluso alcanzar más del 60, como Perón en 1973 y 1952.
Ambos contendientes resultaron perplejos: más allá de la euforia, algunos radicales concibieron los comicios como un acto de justicia reparadora por el que recuperaban aquello que el peronismo les había arrebatado desde la segunda posguerra. Otros, más jóvenes e históricamente informados, creían que la derrota les iba a deparar a sus adversarios el mismo destino diluyente como fuerza nacional que a los “conservadores” en 1916. Era cuestión solo de morder a una porción de sus dirigencias más oportunistas para sintetizar a ambos movimientos en otro superador: un “tercer movimiento histórico”.
La premisa suponía una concepción contradictoria del republicanismo democrático de la campaña radical. Tributaria, más bien, de antiguos preceptos nacionalistas y unanimistas de los que el radicalismo también participó; al menos, en su mayoritaria vertiente yrigoyenista: la existencia de una masa nacional que se expresa mediante un intérprete capaz de conducirla hacia su “destino de grandeza” más justo e igualitario. Si su primer conductor había sido Hipólito Yrigoyen, el segundo fue Juan Perón. Alfonsín, como sus antecesores, habría de aglutinar fragmentos de las estrellas explotadas anteriores para consolidar una nueva hegemonía política destinada a regir al país por varias décadas. Una tercera vertiente, más realista y escéptica respecto de estas especulaciones, se preguntaba con preocupación cómo habrían de hacer para gobernar con estos nuevos y sorprendentes apoyos.
En el peronismo, la perplejidad motivó una crisis de identidad que acentuó aquella tras la muerte de su líder. ¿Cómo habrían de conducirse sin él? O, pensando en su consejo póstumo, ¿cómo “vencer al tiempo” mediante” la “organización”? Por lo demás, ¿qué organización? Los más pluralistas pensaban en un partido político; pero otros –la mayoría– entendían esa opción como una claudicación: el peronismo no podía resignarse a ser un despreciable “partido liberal”. Debía preservar su carácter de “movimiento nacional” para lo que contaban con aquello de que los radicales carecían: una “doctrina” y la “columna vertebral” sindical.
Este diagnóstico consolador no dejaba de tener una arista paranoica acechante: una parte del “pueblo” había sido “engañado” por los abultados aportes del “marketing socialdemócrata” y de la propia dictadura “liberal” pronta a desvanecerse. Claro que para ello era necesaria la movilización de todos los componentes del “movimiento”: en primer lugar, del sindicalismo, e incluso de algún sector militar consustanciado con el nacionalismo popular capaz de producir el relevo del general fallecido… El delirio fue útil para revelar un irreductible sedimento fascista congénito. Otros, por último, empezaron a barajar a un nuevo conductor civil, que abarcaba desde el electo gobernador riojano, Carlos Menem, hasta la propia Isabel Perón, pasando por una tentación que muchos se guardaban de expresar, aunque coherente con los miles de votos peronistas que terminaron afluyendo hacia el radicalismo: Raúl Alfonsín.
La novedosa conmoción de 1983 arrastraba, así, tantos elementos disruptivos de la cultura política de masas del siglo XX como la supervivencia de otras que no excluían volver a saltar del orden constitucional. En el haber de los primeros, sobresale que durante los veinte años siguientes, ambos partidos se alternaron en el ejercicio del gobierno. Asimismo, nadie volvió a obtener resultados terminantemente excluyentes; salvo la señora de Kirchner en 2011, cuyo 54% frente a una oposición atomizada no tardó en exhibirse como una excepción confirmatoria de la regla. Vayamos, entonces, al interrogante que nos intriga: ¿cómo es posible que la tradición hegemónica haya retornado desde 2003 con una fuerza tan inversamente proporcional a los números de la aritmética electoral? Escojamos algunas hipótesis.
En primer lugar, el fallo macroeconómico plasmado en la inflación endémica y en abruptas detonaciones –las de 1989 y 2001– que la nueva institucionalidad logró sortear, pero sin resolver los problemas de fondo. Justo es reconocer que la sombra inflacionaria aparentó diluirse durante los 90. Tanto, como que el proceso ulterior también tornó a aquel experimento en otra excepción corroborativa de la regla. Y que evoca otros problemas estructurales congénitos de nuestra factura nacional, como el equilibrio entre un mercado interno chico pero socialmente exigente y un mundo a cuyas torsiones nos cuesta adaptarnos y a las que respondemos, perplejos, con recetas fundamentalistas o retrógradas. La calamitosa situación de 1983 resultaba, al cabo, del curso espasmódico de nuestro desarrollo desde hacía, como poco, 40 años, pero que durante la dictadura parió su resultado ya divisable desde los 60: una desconcertante pobreza social en las antípodas de nuestro imaginario inclusivo.
En principio se la subestimó, pero conforme fue cobrando espesor fue reconocida como una insospechada fuente de acumulación de poder, tornando a la democracia política conservadora en el sentido retardatario de la palabra. Hoy ya alcanza a casi la mitad de la población, y todas las fórmulas ensayadas para remitirla han resultado un resonante fracaso. Su impacto termina socavando de diversas formas a la propia matriz política que la alimenta, como el estallido de los grandes partidos en los que se cimentó el pacto democrático tácito de 1983 en 2001. Este, a su vez, abrió cauce al imperio de la debilidad.
Un sentimiento que mortifica a los sucesivos gobernantes y los conduce por la senda de la sobreactuación recurriendo a fantasmas de nuestro peor pasado. Por caso, la reivindicación moral de la violencia insurreccional de los 70, asociándola en un tan rebuscado enroque con la pobreza contemporánea, obturando cualquier política de estabilización y racionalización económica estigmatizada como “neoliberal”. Y su contrarréplica: el retorno de un antiperonismo que delinea una continuidad perversa entre el autoritarismo plebiscitario inaugurado en 1945 y la actualidad omitiendo los acuerdos de 1973 y los primeros 20 años de convivencia civilizada.
La debilidad impulsa reflejos facciosos que han partido a la sociedad política en tribus cuyas cúpulas, enredadas entre sí y dentro de sí, las aleja de la realidad cotidiana. Sofoca a los ciudadanos comunes de todas las extracciones sociales; y alimenta dos de los tantos peligros siempre al acecho: la anomia distópica y su eventual aprovechamiento oportuno por algún outsider que, preformando una indignación impostada, nos haga retroceder aún más. Al cabo, fue en un experimento de esa especie el que signó el segundo tramo de nuestra endeble democracia y nos sumió en este estancamiento desconcertante, pese a un mundo más benévolo con nuestras potencialidades materiales y culturales.
Un balance cuyos claroscuros evocan no solo los contornos de la nueva corporación política, sino de la sociedad en su conjunto. Y la esperanza en tendencias aún imperceptibles hacia una república más digna y una convivencia más civilizada.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos