¿Treinta años no es nada?
A los de mi edad nos tocó educarnos con el Nunca Más, la Conadep y el Juicio a las Juntas en vivo
El vigésimo aniversario de la recuperación de la democracia nos encontró asomando la cabeza para comenzar a respirar después de la crisis de 2001-2002. En ese entonces estábamos demasiado golpeados como para celebrar. Y frente a la frustración podíamos usar como excusa aquello que tantas veces escuchamos y cantamos: veinte años no es nada. Pero ¿y treinta? Treinta deberían ser otra cosa...¿o no?
A la hora de clasificar lo que ocurrido en los últimos diez años hay posturas antagónicas. Las mismas dependen del posicionamiento político pero también de la perspectiva que se utilice. Si comparamos todo con la salida de la convertibilidad, estamos sin dudas mejor. Pero si observamos los años más recientes, no hace falta recurrir a ningún experto para saber que la economía entró en problemas y que, cuanto más tiempo el Gobierno continúe ignorándolos, peores se tornarán.
Actualmente nos cuesta crecer, casi no se genera empleo (menos aún formal), aumentan la pobreza y la desigualdad, el déficit energético se amplía y las reservas del BCRA caen a pesar de todos los cepos. Todos estos inconvenientes tienen como origen común la inflación. Y los precios suben a un ritmo elevado porque el Gobierno malgasta muchos recursos y los financia con emisión monetaria.
Prefiero definirla como la década en que los argentinos hemos sido nuevamente víctimas de un proceso de esperanza y decepción, y en la que volvimos a confundir el largo plazo con el corto plazo
El presupuesto nacional es hoy, en términos reales, 400.000 millones de pesos superior al de diez años atrás. Ello equivale a 40.000 pesos más por año por familia, que deberíamos percibir en mejor educación, salud, seguridad e infraestructura social y productiva. No sólo no se sienten sino que este ineficaz aumento de gasto se pagó primero con mayores impuestos, luego con la utilización de los fondos recuperados de las AFJP, después con las reservas del Banco Central y, finalmente, con emisión. Es cierto que estamos menos endeudados con los mercados financieros, pero para ello le hemos pedido fuertemente prestado al porvenir. Primero utilizando recursos de los futuros jubilados, luego los dólares del BCRA que tres años después escasea y por último con el futuro inmediato, ya que la desorbitada impresión de billetes genera inflación al año siguiente.
Desde el oficialismo se sostiene que ésta ha sido una "década ganada". Y desde el campo de la oposición muchos responden que se trata, en realidad, de una "década desperdiciada". Personalmente, prefiero definirla como la década en que los argentinos hemos sido nuevamente víctimas de un proceso de esperanza y decepción, y en la que volvimos a confundir el largo plazo con el corto plazo. Aun con condiciones -tanto internas como externas- muy favorables, hemos vuelto a fallar en entrar definitivamente al cauce del desarrollo.
Esta definición intenta señalar que el proceso es más colectivo de lo que solemos aceptar: después de treinta años de democracia no podemos seguir deslindando responsabilidades. Sólo siendo conscientes de que hace falta una modificación muy profunda de nuestro accionar como sociedad seremos capaces de salir de una dinámica de degradación –económica, social, política y de valores- a veces imperceptible pero casi siempre continua.
La necesidad de un cambio cultural de esa magnitud puede parecer abstracta o inalcanzable. Pero no es así. Un gran porcentaje de los argentinos ya hemos vivido un evento de esas características. Eso fue, sin dudas, lo que ocurrió en aquella primera mitad de los 80. Después de cincuenta y tres años de golpes militares aprendimos que queríamos vivir definitivamente en democracia. En mi caso, comencé la secundaria con el gobierno de Raúl Alfonsín: a los de mi edad nos tocó educarnos con el Nunca Más, la Conadep y el Juicio a las Juntas en vivo. Y todas las camadas que siguieron tuvieron su despertar a la conciencia cívica en ese entorno, hasta allí inédito. Quizás por ello es que en los tremendos días de diciembre de 2001, mientras nuestros padres temían por las instituciones, a nosotros no se nos pasaba por la cabeza la posibilidad de una ruptura del orden constitucional.
En los tremendos días de diciembre de 2001, mientras nuestros padres temían por las instituciones, a nosotros no se nos pasaba por la cabeza la posibilidad de una ruptura del orden constitucional
Los problemas actuales de la economía se pueden resolver. Pero ello es muy distinto a desarrollarse. Para lograr este objetivo precisamos otro Estado. Honesto, transparente y que sea fuerte, que no es lo mismo que grande. En física, la fuerza es la masa por la aceleración. Debemos tener un Estado que no agobie a la producción con impuestos y que sea ágil en sus intervenciones, estando en condiciones de compararse favorablemente con los de los países con los que debemos competir, que es lo que ocurría hace cincuenta años.
Esa tarea va a llevar tiempo y esfuerzo. Y para ello hace falta convicción. A esta altura, los argentinos podemos reclamar soluciones respecto de lo que hoy nos enoja, y esperar con ansia el momento de la elección presidencial para modificar el rumbo. Pero en nuestro fuero íntimo sabemos que eso no basta. Tenemos que ser capaces de modificar el foco: crear otro largo plazo requiere que seamos capaces de distinguir los meros parches y atajos de las soluciones de fondo. Solamente con ese cambio cultural podremos lograr que nuestra democracia pueda construir aquello que aún añoramos y que es su gran deuda pendiente: una sociedad moderna y de iguales.