Tras los pasos mexicanos de Bolaño
CIUDAD DE MÉXICO
Toda ciudad es una musa; la capital de México fue la de Roberto Bolaño. El gran escritor chileno, nacido en 1953, llegó al país de Juan Rulfo en 1968, poco antes de la matanza de Tlatelolco, y se fue en 1977 tras una dolorosa ruptura sentimental. Tiempo después, lo vivido en ese lapso se convertiría en la cartografía espiritual de algunos de sus mejores libros, Los detectives salvajes y Amuleto entre ellos.
Como él mismo ha señalado, su experiencia en el Distrito Federal resultó decisiva en su formación literaria: en sus calles, cafés, librerías y parques descubrió y asumió que sería escritor. Lo curioso del asunto es que, aunque no pocos libros suyos evocan los escenarios de su adolescencia y juventud, hoy las huellas de su paso por México incluyen más incógnitas que certezas. ¿Qué tan ciertas son las aventuras con sus compañeros "infrarrealistas", narradas en Los detectives salvajes? ¿A qué se refería exactamente cuando, años más tarde, diría que su principal objetivo en esa época era "vivir como poeta"? ¿Y es verdad que, de tan pobres que eran él y sus amigos, el poeta Mario Santiago le contagió la sarna al también poeta Bruno Montané?
Para explorar más la biografía del autor e invitar a los lectores de Bolaño a descubrir las claves de sus años mexicanos, el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) me invitó a organizar un "paseo literario" por la Ciudad de México basado en sus textos, una visita guiada que recorriera algunos de los lugares fundamentales en la vida y obra del escritor al que yo había tratado durante sus tiempos como colaborador de El Ángel, el suplemento cultural del diario Reforma, en el que entre 2001 y 2003 me desempeñé como coeditor.
Hasta entonces, para mí Bolaño había sido, sobre todo, una voz en el teléfono, el escritor al que acudía cuando un tema importante reclamaba su mirada. El ejemplo que mejor conservo en la memoria fue la muerte del hondureño Augusto Monterroso, ocurrida en febrero de 2003. En esa ocasión lo llamé a su casa en Blanes, Cataluña, para pedirle un testimonio; él se negó amablemente, aclaró que no quería saber nada de aparecer en textos sobre muertos y, con bastante humor negro, me dijo que la próxima necrológica que me tocaría escribir sería la suya. Yo no entendí el chiste, o no quise entenderlo, y en lugar de tocar el tema de su salud le pregunté por qué no se subía a un avión para visitar a sus amigos en Ciudad de México. "Pues porque no se regresa al lugar del crimen", confesó, en un tono que supuse irónico. Ahora, a 15 años de esa charla, me tocaba seguir sus pasos, encontrar sus rastros. Descubrir y entender las razones del crimen.
En Los detectives salvajes, Bolaño ofrece muchas pistas de su recorrido personal por la Ciudad de México. Como cualquiera que lo haya leído sabe, el desaparecido Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives…), Bolaño (Arturo Belano) y José Peguero (Jacinto Requena) frecuentaban la casa de Bruno Montané (Felipe Müller), ubicada en el número 17 de la calle República Argentina, en el corazón del Centro Histórico de la ciudad. Allí, donde nació el "movimiento infrarrealista", hablaban de literatura y coqueteaban con las chicas, luego visitaban algunos de los cafés chinos vecinos que abrían durante 24 horas, en algún momento pasaban a lavarse la cara en la fuente de la plaza de Santo Domingo y de ahí, si tenían energías y un poco de dinero, buscaban ofertas en las librerías de viejo de la zona y se encerraban en el cine Bucareli, donde las funciones empezaban a las 10 y había "permanencia voluntaria". Esa ruta ya forma parte de la leyenda de Bolaño; el trabajo que me había encargado el INBA me obligaba a corroborarla. Para eso, busqué a varios de los "infrarrealistas" involucrados hasta dar con el mismísimo José Peguero, quien me citó en el minúsculo café Río, en la calle Donceles, a escasos metros de las librerías donde él y Bolaño gastaban lo poco que tenían. Y tras recordar que a pocas cuadras de allí, en la calle Allende, acompañó al joven Bolaño a comprar una Olivetti Lettera ("portátil y barata, perfecta para él"), Peguero rememoró su juventud y esbozó su singular explicación del proyecto literario de su amigo:
–Yo creo que él se pasó de la poesía a la prosa por hambre –dijo.
–¿Por hambre? ¿Por qué?
–Porque de algo hay que vivir. Y la poesía no deja. Fíjate que él aquí trabajó con el papá, que era camionero, como repartidor de gas y de refrescos Pascual. Y en España, hasta donde entiendo, hizo lo mismo apenas llegó a Cataluña. ¡Si en una carta que le manda al poeta Efraín Huerta dice que está feliz porque consiguió un trabajo en la distribución de Coca-Cola!
Para Peguero, hoy la reconstrucción de la vida de Bolaño se suele combinar con historias más cercanas al mito que a los hechos. Un caso, por ejemplo, sería la anécdota de la fuente de la plaza de Santo Domingo. "Alguna vez nos habremos lavado la cara ahí –admitió–, pero en realidad íbamos a escuchar lo que la gente le dictaba a los ‘escribientes’, que pasaban cartas o documentos a máquina. Los clientes eran toda gente que ni siquiera sabía escribir, ¡pero lo que dictaban eran auténticos poemas infrarrealistas!" ¿Y lo de la sarna contagiada a Montané? "¡Ah, eso sí es cierto!", señaló, entre risas.
Tras dejar a Peguero me dirigí a la casa de República Argentina 17, a cinco minutos del café Río. Hoy, la que fuera la "base de operaciones" de los "infrarrealistas" es un enorme piso de oficinas de las librerías Porrúa, intervenido varias veces para ampliar los distintos espacios. Una de las empleadas me llevó por sus rincones, donde advertí un tragaluz pintado con imágenes celestiales y una insólita fuente que nadie sabe cómo llegó allí. "Es un piso raro, porque con tanto arreglo quedó como de cuento", me dijo. Y tras mover unos viejos anaqueles, dejó al descubierto un enorme espacio oculto, como sucede en las (malas) películas de espías. "Por cosas así, a este piso le decimos Narnia", cerró.
A 15 o 20 minutos a pie desde allí, sobre la calle Bucareli, en una esquina luminosa sobrevive el café La Habana, "café Quito" en Los detectives salvajes y lugar de encuentro del Che y Fidel Castro antes de zarpar a Cuba en el histórico Granma. Peguero me había dicho que, para coquetear, Bolaño se sacaba los lentes antes de entrar al café, y entonces se quedaba durante varios segundos sin ver nada de lo que tenía cerca. "Teníamos que hacerle señas para que nos viera –contó–, y recién se volvía a poner los lentes cuando se sentaba con nosotros". Hoy, Bolaño comparte una placa recordatoria con el Che y Fidel a la entrada del célebre café, y tal vez por eso preferí ir tras sus pasos en otra dirección, lejos de la celebridad que nunca buscó. Y así, a media hora de la Casa de República Argentina, llegué al hotel Trébol, escenario del que tal vez sea el más bello de todos sus poemas, "Lupe". Enclavado en el centro de la colonia (barrio) Guerrero, el Trébol se ubica en el 67 de la calle Violeta, donde todos los departamentos y negocios están pintados de ese color. En "Lupe", Bolaño escribe: "Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián y tenía 17 años y había perdido un hijo./ El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,/ espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal/ para vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir/ un libro de memorias apócrifas o un ramillete/ de poemas de terror. Lupe/ era delgada y tenía las piernas largas y manchadas/ como los leopardos".
Al releerlo, me pregunté si Los detectives salvajes sería el "libro de memorias apócrifas" que menciona. ¿Y estos mismos versos forman parte de ese presunto "ramillete de poemas de terror"? Al final de "Lupe", Bolaño cuenta: "Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla/ a tu ritmo y era fácil escucharla referir/ las últimas películas de terror que había visto/ en el cine Bucareli./ Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura/ y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones/ o el latido de mi corazón./ Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche./ ¿Qué, Lupe? El corazón".
En la ventanilla donde se pagan los turnos, alguien dio suficientes puñetazos como para dejar el grueso vidrio astillado. En el pasillo a las habitaciones, un cartel subraya que en los cuartos "sólo se admiten dos personas". El ambiente tiene toda la pinta de "lugar del crimen", y cuando le pregunté al canoso detrás de la ventanilla si sabía que por aquí había pasado un escritor importante, me dijo que no tenía ni idea de eso. Bolaño se había convertido en alguien célebre y anónimo a la vez. Había cometido, quizás, el crimen perfecto.