Tras la era de la arrogancia, ¿el poder hablará un nuevo lenguaje?
Entre otras tareas urgentes, el próximo gobierno deberá recuperar el valor de la palabra y modular un tono que sintonice con el pluralismo y la tolerancia
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Entre los enormes y urgentes desafíos que enfrentará el próximo gobierno, hay uno fundamental que, paradójicamente, no parece el más complejo: recuperar el valor de la palabra, aportar a la calidad del debate público y modular, desde el poder, un tono que sintonice con el pluralismo, la tolerancia y la vocación de diálogo. Contribuir, en definitiva, a una atmósfera de convivencia a través de una menor beligerancia y de un discurso más ecuménico, menos proclive a las antinomias y a la descalificación.
El punto de partida parece claro: archivar la arrogancia, una marca registrada de la gestión que se va. El solo gesto de enfundar el dedo alcanzaría para marcar un cambio. Asumir desde los atriles gubernamentales una vocación de servicio, de aporte de datos e información, con menos adjetivaciones y menor carga dogmática, ya sería una revolución. Abandonar, a la vez, la pretensión de imponer desde el poder una “jerga oficial” sería otro valioso aporte a la diversidad y el pluralismo, sin la carga esnob, pero a la vez autoritaria, de machacar con el “todos y todas” o el “estudiantes y estudiantas”, como si fuera un sello de corrección y de pertenencia a un supuesto universo de superioridad moral.
La soberbia discursiva ha sido una de las características del kirchnerismo. Convencido de que dominar el discurso es dominar el poder, ha puesto pasión y energía en la construcción de un relato. Lo ha hecho sin escrúpulos, pero con eficacia. Con desprecio por los datos, y habilidad para la manipulación; sin apego a la verdad, pero envuelto en supuestas banderas ideológicas. Con esa lógica abrazó un dogma: “gobernar es simular”. Llegó a montar gigantescas estructuras de propaganda, y en los últimos años aportó, con la vocera de la Presidencia, una suerte de stand up semanal en el que no se informaba, sino que se bajaba línea; no se respondía, sino que se replicaba. La máscara se cayó, sin embargo, con el vacunatorio vip y el festejo clandestino en Olivos en plena cuarentena, cuando se reveló que detrás del dedo levantado y del discurso de “la inclusión y “la igualdad”, no había más que una impostura. La desconexión entre las palabras y los hechos fue, sin embargo, mucho más allá: se refleja ahora en el dramático resultado de las pruebas PISA, que confirma que detrás de la fachada del “Estado presente” se esconde un monumental deterioro de la educación pública.
El resultado de las elecciones ha reflejado la angustia por la situación económica, así como el desasosiego y el miedo que provoca la inseguridad. Pero también ha reflejado el hartazgo frente a esa prepotencia simbólica que se expresa en el tono y el lenguaje del poder.
El presidente Fernández acaba de decir, según la declaración que recoge Cecilia Devanna en una puntillosa crónica sobre sus últimos días en el poder, que se va a España para que su hijo empiece el jardín de infantes en un país “con un clima menos hostil del que se vive en la Argentina, con menos intolerancia. Quiero sacarlo a Francisco de este ambiente tan nocivo”, dijo en su raid de despedida. Debería promover todo un debate esto de que un presidente elija para él y su familia un país distinto al que les deja a los argentinos tras cuatro años de gobierno. Pero sobre el argumento de la escolaridad y la atmósfera de intolerancia, ¿alguien ha hecho más que el kirchenerismo para convertir a la escuela en una trinchera e instalar un clima de polarización que se respira hasta en los jardines de infantes? ¿alguien ha sembrado más discordia que el mismo Alberto Fernández cuando dijo que en los banderazos no estaban “los argentinos de bien”, o que su propia vocera, cuando habló de “las piedras de la derecha” para descalificar el homenaje a los muertos del Covid?
La mudanza del presidente a España remite también a un doble discurso: a los jóvenes les pedía que no se fueran del país, pero resulta que él también planeaba irse para alejarse de “este ambiente tan nocivo”, del que –otra marca del kirchnerismo– habla sin hacerse cargo.
El desdén por los datos y la contaminación del debate público con sofismas y zaraza batió su propia marca en el minuto final. Ya con las valijas hechas, el Presidente acaba de negar la estadística oficial de la pobreza, como si pudiera reescribir a su gusto y conveniencia el legado de su gobierno. Así se cierra una gestión que revolea cifras a medida, pero que ni siquiera ha podido procesar información rigurosa y confiable del último censo nacional.
Sobre los escombros de esa cultura política que ha degradado el valor de la palabra, el desafío es recuperar desde el poder un diccionario que sintonice con el sentido común. Si a eso se le suma honestidad intelectual y respeto por los hechos y los datos, el discurso público habrá recuperado, además, una dimensión ética.
No se trata de una cuestión meramente discursiva sino de un pilar fundamental para crear un clima de concordia. Lo que se debe recuperar es la noción del diálogo, del respeto por las diferencias y de un genuino pluralismo. Se trata, en definitiva, de restaurar un ambiente cívico en el que no se exacerben las antinomias ni se estimulen los resentimientos.
El kirchnerismo prácticamente abolió la idea del diálogo y cultivó la lógica del monólogo. Cristina Kirchner pasó de las cadenas nacionales a las “clases magistrales” y Alberto Fernández desistió de las conferencias de prensa y de las entrevistas periodísticas para priorizar la comodidad de largas disquisiciones con interlocutores amistosos.
En 72 horas asumirá un nuevo presidente que arrastra, en su bagaje discursivo, antecedentes sombríos. Milei se instaló en la escena pública con un verbo inflamado, un tono inclinado a la descalificación y el agravio y un registro muchas veces agresivo. Tiene ahora la oportunidad y el mandato de marcar diferencias de fondo con una cultura que deja el poder, pero también consigo mismo. Algunas primeras señales podrían leerse como auspiciosas: después de haber sido electo, el nuevo presidente ha hablado con moderación. Su discurso, a la vez, parece empezar a conectar con la lógica del sentido común. Cuando se refiere a su función como “un trabajo”, o cuando explica que “no hay plata”, apela a un lenguaje que tal vez insinúe los contornos de una dialéctica más franca, menos manipuladora y menos arrogante. ¿Habrá una indispensable tolerancia a la crítica? ¿Se respetará a rajatabla la libertad de expresión y de opinión? También en este punto Milei ha tenido, antes de llegar al poder, reacciones y actitudes por lo menos inquietantes. ¿Nik podrá dormir tranquilo? En esa pregunta asoma otra oportunidad: atropellos como el de Aníbal Fernández o el de Sergio Massa contra el creador de Gaturro expresan una actitud de intolerancia que debería, desde ahora, formar parte del pasado.
Algo tan simple, pero a la vez tan de fondo, como volver a alinear la palabra pública con la verdad y despojar de sectarismo al discurso político, podría marcar un gran avance en la Argentina. Tal vez deba empezarse por lo más elemental: llamar a las cosas por su nombre. Pero también por practicar cierta austeridad discursiva. Gobernar es explicar, por supuesto, pero fundamentalmente es hacer. El exceso retórico y la jerga ampulosa son rasgos de los gobiernos autoritarios, enamorados de una épica dialéctica que suele esconder la realidad. El desafío está en encontrar el punto justo: ningún gobierno puede prescindir de una narrativa propia que le aporte sentido a su gestión. Hay que hacer, pero también convencer. Se necesita flexibilidad y amplitud para el diálogo, y a la vez firmeza para el debate.
El nuevo gobierno se enfrentará a un arsenal retórico que ya empieza a despuntar: la palabra “resistencia” se ha lanzado como un arma arrojadiza con toda su carga desestabilizante frente a un presidente elegido democráticamente y que todavía no asumió. Desenmascarar el sentido de esa dialéctica beligerante será también indispensable para sanear la convivencia. Las redes sociales pueden abonar una atmósfera de polarización y hostilidad, pero las actitudes, los tonos y los gestos que se asuman desde lo más alto del poder serán fundamentales para calibrar la temperatura y la calidad del debate público. Para encontrar un registro constructivo no se necesitan especialistas ni asesores, mucho menos “gurúes”, ministerios o consultoras. Tampoco ejércitos de trolls ni comunicadores a sueldo. Se necesita honestidad intelectual, humildad y seriedad. Tal vez algo de intuición, otro tanto de inteligencia y una dosis de sensibilidad. Nada más y nada menos.
Este domingo asumirá un nuevo gobierno. Lo hará frente a una sociedad que demanda estabilidad económica, calles seguras y una escuela más formativa y menos ideologizada. Pero que también espera menos crispación, menos soberbia y menos prepotencia en el lenguaje del poder. En las próximas semanas veremos de qué nos habla, pero también cómo nos habla el flamante oficialismo. En las formas, muchas veces, está el fondo de las cosas.