Tras el paro, el Gobierno se queda todavía más solo
Doce días después del 8-N, que tuvo una fuerte participación de la clase media, la huelga de ayer confirma que el Gobierno ha perdido también el apoyo de la clase obrera organizada, cada vez más fragmentada
El sindicalismo, por múltiples motivos que van desde los cambios técnicos hasta las transformaciones sociales y comunicacionales, ha perdido mucho peso en las últimas décadas, pero aún es un actor importante en la escena nacional. Estructurado con bastante rigidez, no vive en la Luna. Se impregna con los humores del día y late al compás de la actualidad.
Una considerable porción de la sociedad acompañó la huelga general de ayer convocada por la CGT y la CTA. Huelga que agregó su protesta al clamor de los cacerolazos del 13 de septiembre y del 8 de noviembre. Los ciudadanos de a pie que marcharon el 8 de noviembre y los trabajadores sindicalizados que pararon el 20 de noviembre se quejan por la inflación, por un impuesto a las ganancias que grava el trabajo humano, lo que es injusto, por la decadencia económica que baja el nivel de vida y por las consecuencias de este declive que mortifica la vida cotidiana; por ejemplo, un transporte público degradado que convierte el sencillo acto de salir a trabajar cada mañana en un riesgo para la propia vida.
El orgulloso discurso de la victoria kirchnerista, la bandera flameante, clamorosa del 54% ahora muestra otro desgarrón. La clase media se manifestó rotunda el 8-N, pero su módica epopeya callejera no fue escuchada. Sólo cosechó ninguneos ("Lo más importante que pasó ayer fue la reunión del Comité Central del PC Chino", dijo la Presidenta) o invectivas ("Fueron señoras gordas", insultaron otros jerarcas).
Ayer, no fue "la clase media que piensa más en Miami que en San Juan" la que protestó con contundencia. Esta vez fueron obreros sudorosos y empleados asalariados. El paro general tuvo demandas concretas, a saber: gravámenes inequitativos, salarios insuficientes y carestía, justicia social y jubilaciones más dignas. El propio Gobierno las reconoce y, sin embargo, se niega una y otra vez no ya a dialogar, sino a escuchar.
Los trabajadores sindicalizados detuvieron el pulso de un país. El discurso del poder los anatematizó con argumentos inanes.
"Fue un paro político", dijeron sin enrojecer veteranos politólogos y comunicadores oficialistas, como si descubrieran ahora que la política lo impregna todo. No hay sindicalismo que no sea político, hasta da vergüenza repetir esta obviedad.
El protagonista del paro nacional fue la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), una central sindical fundada en 1991 por Germán Abdala y Víctor De Gennaro para reivindicar la autonomía sindical y la democracia interna, y formular una severa crítica a las estructuras que obstruían la transparencia en esas organizaciones y partidizaban el movimiento obrero.
Como la CTA nunca abdicó de la crítica al poder, el menemismo, el delarruismo y el kirchnerismo le negaron la personería gremial. Esto significa mucho en la Argentina. Nada menos que condenar a un sindicato a cobrar la cuota sindical una por una, en lugar de recibir millones de pesos en una cuenta bancaria, directamente descontados del sueldo.
En lugar de reconocer a la CTA, el kirchnerismo prohijó a una disidencia, encabezada por Hugo Yasky, que, sin embargo, perdió las elecciones internas. El Ministerio de Trabajo judicializó el pleito y divulgó la falsa noción de que hay una CTA "disidente del Gobierno" y una CTA "oficialista". Hay una única CTA, cuyo secretario general se llama Pablo Micheli.
Quienes hoy demonizan a la CTA olvidan que la central de Víctor De Gennaro tenía la simpatía de Néstor Kirchner, quien en 2003 le prometió la personería gremial, hasta hoy negada.
"Usaron piquetes, un recurso antidemocrático", han repetido toda la jornada los voceros del Gobierno con impudicia. Como si el kirchnerismo no hubiera utilizado ese recurso hasta la saciedad, como si no lo hubiera legitimado en las carreteras o en los puentes, durante años, en Gualeguaychú. ¡Qué cara tienen! Son los mismos argumentos que repite históricamente la derecha cerril que niega el derecho a la protesta y quisiera ver dinamitadas las conquistas obreras. Pocas veces el falso mito del kirchnerismo como progresismo quedó más al desnudo que en las quejas de vírgenes violadas que durante toda el 20-N se escucharon en el aire oficial.
"Son burócratas sindicales que defienden sus canonjías", dijeron una y otra vez los aplaudidores y alegrantes que frecuentan el Salón Blanco para las ceremonias cristinistas.
Hasta ayer no más, Hugo Moyano era para ellos un vigoroso luchador social que les organizaba baños de multitud a los Kirchner. Ahora Moyano, que nunca había reconocido a la CTA, compartió una protesta crecida en el riñón de ese sindicalismo rechazado. ¿A quién le cabe entonces la crítica? ¿Al antiguo Moyano que bendecía al kirchnerismo o a este que al menos retornó a la calle y, al hacerlo, renunció al flujo de dinero que a partir de ahora engrosará los bolsillos de los sindicatos oficiales?
Ayer mismo, la Superintendencia de Servicios de Salud creó un padrón de pacientes con discapacidad que generará a partir del 1° de marzo próximo reintegros automáticos y vitalicios por los tratamientos de las obras sociales. Este beneficio sumará 1400 millones de pesos a la tesorería de los sindicatos. De los sindicatos que integran la CGT que preside Caló, por supuesto.
Es el salario del impío.
Hace diez años que el kirchnerismo gobierna sin que hasta ahora haya dicho una palabra sobre la modernización y democratización de los sindicatos. La ley de asociaciones profesionales tiene treinta años y no la tocaron porque en este campo, a diferencia de la ley de medios, el Gobierno no encontró un rédito político inmediato.
Esa voracidad por el poder, por los réditos inmediatos de gobernar, es el principal reproche que la historia les formulará a los gobiernos de los Kirchner. Es cierto que en el relato kirchnerista el sindicalismo no brilla. Más bien es un espacio ajeno. Pero también aquí, como en otros campos, el relato se diferencia de la realidad.
Tras ésta y otras negaciones, el discurso oficial contiene una noción incorrecta. La legitimidad democrática no se discute. Pero el 54% de los votos, hace más de un año, no es un bill de indemnidad ni significa que todo lo que se diga contra el Gobierno es antidemocrático. Resulta que la política en la era de las redes sociales ha perdido valor estático. No es necesario ser golpista ni convertirse a un bobo neomodernismo tuitero para entender que las situaciones complejas de un mundo vertiginoso exigen respuestas también complejas.
Nadie niega los tiempos constitucionales, pero la gestión se estanca si no se leen las señales que sociedades en mutación emiten.
En España, en noviembre de 2011, el Partido Popular de Mariano Rajoy ganó la mayoría parlamentaria, pero después se produjeron hechos nuevos. Bajaron a las calles cientos de miles de españoles. Un millón y medio de catalanes protestaron por lo que viven como una sujeción. Madrid se cerró a cal y canto. Unas elecciones no clausuran el mundo. En octubre de 2011, Cristina Kirchner, en la Argentina, ganó el derecho a sentarse en el sillón de Rivadavia hasta 2015, pero ese derecho que nadie le niega no comporta el privilegio de la sordera.
En última instancia, tanto el 8 de noviembre de las mujeres y los hombres que protestaron caminando como el 20 de noviembre de los sindicalizados que a la manera proletaria pararon el país expresan algo parecido: voces que no son escuchadas.
El paro general es una herramienta antigua y desprestigiada en la Argentina y en el mundo, pero no se inventaron muchas variantes. El paro general del 20-N, melancólico y anacrónico como es este tipo de protestas, envió un mensaje: la sociedad está muy despierta y no quiere ser el pato de la boda. Por lo menos, que los verdaderos responsables de la economía en decadencia paguen el costo de lo que hicieron.© LA NACION