Ilusiones y riesgos de un movimiento que apela a la tecnología para desafiar los límites de nuestra condición
El transhumanismo es un movimiento conformado por científicos, futurólogos y filósofos que concibe lo humano como una transición. Mediante las diferentes tecnologías hoy existentes y en continuo desarrollo -afirman sus postulados- el hombre podrá ir superando los límites que aún nos impiden alcanzar nuestro más grande potencial. Sus ideas dan forma a una nueva mitología que anuncia la inminencia de la inmortalidad, la salud total, la juventud eterna, un nuevo mundo generosamente al alcance de todos, aunque bajo el fantasma del control más absoluto, de una puesta en disposición generalizada.
¿Qué hacer frente a la extensión del dominio y la avidez de control de las prácticas biotecnológicas actuales? ¿Acaso la respuesta ética debe imponerse como la única opción viable?
Hace unos años, la Universidad Popular de Grenoble me invitó a una mesa redonda para abordar los aspectos filosóficos de la temática transhumanista. Compartí el panel con una médica investigadora en genética y un reconocido neuro-oncólogo, director de una clínica de punta. Terminadas las conferencias, el reconocido médico me contó que los altos mandos de la fuerza aérea francesa lo habían convocado a una reunión. Querían saber si era posible conectar el cerebro del piloto al comando del avión: muchas veces, el proceso humano de toma de decisiones no es lo suficientemente veloz como para esquivar un determinado ataque; sería bien distinto si la nave pudiera responder automáticamente en el mismo momento en que el ojo del piloto ve llegar el misil. Se puede, les respondió el médico. Pero para eso hay que intervenir en el cerebro sano de un ser humano sano y sus principios éticos no se lo permitían. Gracias a su práctica profesional, conocía bien el enorme poder de las NBIC (sigla que engloba nanotecnologías, biotecnologías, informática y ciencias cognitivas), y se había prometido que nunca modificaría ni intervendría en el cerebro sano de una persona.
Ante el transhumanismo, se presentan diferentes posturas. Hay quienes adscriben a él y, esperanzados, dan testimonio de las bondades del programa. ¿Quién no querría vivir mejor y hasta infinitamente, con un poder de disponibilidad ilimitado, donde deseo y realidad acabaran identificándose?
Otros en cambio se oponen esgrimiendo razones de orden ético. Como el médico de nuestra anécdota, que combate cotidianamente contra los gigantes de Silicon Valley y todo su dispositivo: científicos y especialistas con salarios de deportista con renombre mundial, un ejército de juristas siempre listos y voceros actuando en el seno mismo de los mass-media más influyentes.
Tal vez no se trate ni de plegarse ingenuamente al fanatismo tecnológico reinante ni de rechazarlo por razones éticas. Más que nunca se trata de pensar qué es lo que está en juego aquí. Apenas uno se pone a deconstruir las propuestas, las palabras y las conductas de los gurúes del transhumanismo, salta a la vista que sus presupuestos teóricos y discursivos son una continuación de las premisas fundadoras del Occidente moderno, una radicalización dentro de la misma línea humanista, una concreción a ultranza de sus paradigmas.
La modernidad supone el desarrollo progresivo de un sistema racional de mejoras. Esto es, una Historia lineal, sucesiva, que contiene la idea de progreso de la civilización, así como la de la emancipación de un hombre pensado como autónomo y racional, capaz de mejorarse a sí mismo gracias a la educación y la autorreflexión. La realización de este ideal hoy se lleva a cabo en el seno de los nuevos templos de la modernidad, los laboratorios especializados en biotecnología. A pesar de esto, muchos pensadores intentan ponerle límites a este movimiento y lo cuestionan invocando esos mismos presupuestos modernos, que conciben lo real y al hombre mismo como algo totalmente mensurable. Se les escapa que, en este sentido, el transhumanismo es más modernidad. Hipermodernidad.
El estado de cosas actual, sin embargo, encierra una oportunidad: la de vérnosla, ahora necesariamente, con lo que nos define y proyecta. Nos encontramos frente a un espejo en el que estamos obligados a mirarnos, con la posibilidad de una vez por todas de confrontar los presupuestos de nuestra tradición a partir de las capacidades técnicas actuales y sus concreciones más radicales.
Como en un juego oscilante entre los supuestos transhumanos y un modo de pensar existencial, por ejemplo nos podemos preguntar: ¿el hombre es substancia, tiene un fondo en su interior que define su naturaleza o es existente, poder ser, apertura y proyecto? ¿La muerte es un accidente más entre otros muchos o acaso el morir es condición de toda vida humana? ¿Los límites se oponen a nosotros desde fuera o, parafraseando a los griegos, me informan, me configuran y a partir de ellos soy?
Estas son algunas de las cuestiones que se esconden allí donde por lo general solo se despierta el temor a las máquinas. Nuestro problema no es el despliegue de los robots o el de los ciborgs, sino más bien el pasar por alto la esencia provocadora de la técnica moderna en la que estamos inmersos.
Sigue resultándome curioso, pero sin duda esperanzador, que las personas que asisten a mis conferencias encuentren una cierta serenidad cuando digo que la posibilidad de morir es la más auténtica de todas, por ser ella la única entre todas las demás que, en la medida en que existimos, permanece siempre necesariamente abierta como posibilidad. Y con seguridad es la más decisiva, ya que el hecho de que sea una posibilidad permite que las demás posibilidades puedan presentarse como tales. Dicho de otra manera, si morir no fuera una posibilidad, ninguna otra podría serlo, en todo caso respecto del ser humano que existe. Creer que podemos hacer algo con esto, que no debemos asumir esta dimensión de lo humano, sino superarla o neutralizarla con inmortalidades ilusorias, que podemos intervenir y transformar esa dimensión en otra cosa, es la expresión cabal del miedo más profundo: el de la muerte.
Filósofo DEA UNED Madrid, licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)