Trampas de la cultura verticalista
En un retrato memorable de la figura de Luis Napoleón Bonaparte, Tocqueville describió de qué modo la confianza que el futuro Napoleón III depositaba en su propia persona lo impulsaba a considerarse como un "instrumento del destino" y "el hombre necesario". Sus suspicacias hacia el talento ajeno eran consecuencia de ese orgullo ilimitado que, al mismo tiempo, si lo inclinaba gustosamente ante LA NACION, lo sublevaba contra la sola idea de "sufrir la influencia de un parlamento". "El mérito le molestaba, a poco independiente que fuese. Necesitaba creyentes en su estrella y vulgares adoradores de su fortuna."
La descripción resulta reveladora de una forma de concebir y ejercer el poder que caracteriza a los cesarismos de toda laya, vale decir, a aquellos gobiernos que, bajo el ropaje de la legalidad constitucional y en nombre de la democracia, disfrazan la conducción unitaria y libre de trabas de quien se presenta como portavoz exclusivo o aun sustituto de la voluntad soberana del pueblo, entendido como un todo homogéneo. Se trata, para citar de nuevo a Tocqueville, del poder visto como "único, simple, providencial y creador". De ahí el desprecio por la labor y los tiempos legislativos, salvo que sirvan para refrendar las decisiones del Ejecutivo. De ahí también la confusión entre Estado y gobierno, resabio del viejo patrimonialismo, cuyo costo para las libertades y los bolsillos de los ciudadanos son de sobra conocidos.
Por su componente acentuadamente personalista, esta concepción vertical de la autoridad (que desde luego no es privativa del mundo político) lleva a equiparar el respeto a la sumisión y la independencia de criterio a la intriga, lo cual explica el recurso a servidores "incondicionales" y a los aduladores que nunca faltan. Tal es la clase de lealtad que reclaman para sí quienes, seguros de su propia suficiencia, no imaginan siquiera que se les contradiga, como los reyes del derecho divino. Pero al culto a la personalidad debe sumarse siempre la personalidad misma. En este caso, la de un alma ambiciosa de poder y de una grandeza sin proporciones. Por eso se ha puesto de moda hablar de "desmesura", término que el neurólogo y ex ministro inglés David Owen contribuyó a difundir en su raíz griega y en alusión, precisamente, a ese desorden de la personalidad que se manifiesta en el egocentrismo, la prepotencia, el afán de reconocimiento y una irrefrenable tendencia a tergiversar la realidad como rasgos distintivos de algunos líderes políticos que, eventualmente, pueden exacerbarse en cuanto el nivel de aceptación decrece o la fortuna les vuelve la espalda. Un desorden, por cierto, que no tiene por qué resultar contagioso y del cual las democracias (me refiero a aquellas donde las constituciones no son utilizadas como instrumentos para fines propios) conocen recetas para defenderse, empezando por la que prescribe que es despersonalizando el poder como se evita que éste se vuelva opresivo.
Sin embargo, la teoría y la experiencia histórica se dan cita para demostrar que el modus operandi de los gobernantes suele tener su correlato en la vida de los ciudadanos, en la medida en que alienta o desalienta la propagación de determinadas conductas. En otras palabras, el proceder de un régimen impacta en la cultura política de un país de la cual a su vez se realimenta. Además, si la dominación es, como enseñaba Weber, "la probabilidad de encontrar obediencia" ya sea por convicción, sentido del deber, temor, hábito o mera utilidad, la existencia de un mínimo de "voluntad de obediencia" resulta esencial en toda relación de autoridad. Por consiguiente, es posible pensar que en la continuidad de un estilo verticalista y discrecional de gobierno se vería de algún modo expresada una sociedad que, al admitirlo, también lo sanciona volviéndolo cotidiano. Podría hablarse entonces de una relación circular creada entre el gobernante, por un lado, que se arroga la pretensión de conocer mejor que los ciudadanos cuáles son sus verdaderos intereses, y, por otro lado, estos mismos ciudadanos "líder-dependientes" que resignan con gusto (o por necesidad, en la mayoría de los casos) su independencia para vivir conforme a valores y directivas que les son impuestos desde arriba por quien dice representarlos.
El verticalismo reniega, por definición, de la decisión colegiada y cierra las puertas al disenso a su alrededor o a todo tipo de instancia intermedia que interponga un saludable control a las determinaciones emanadas desde arriba. Atropella, prefiere la disciplina y el alineamiento, y es impermeable a la crítica. Rechaza la conversación que, como recordó hace poco Alejandro Katz desde esta misma sección, es esencial a la convivencia civilizada y, en particular, a la convivencia política. Argumenta pero no conversa porque, en el fondo, no reconoce interlocutores. Monopoliza la palabra e instala a la postre una manera de decir y de obrar que amenaza con extenderse modelando un atributo colectivo, un signo de identidad: la perniciosa cultura verticalista.
Director de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad Católica Argentina