Traición a la verdulera
“Brócoli no me quedó”, me dijo apesadumbrada, pero la culpa ya era toda mía. En ese mismo instante supe que lo haría: traicionaría a mi verdulera. Mi relación de exclusividad tácita con ella estaba a punto de quebrarse. Como sucedió con Damián, mi peluquero, al que volví luego de un año en el que otro tocó mi pelo. Por supuesto que le mentí y conté, como quien no quiere la cosa, que una amiga estaba estudiando peluquería. Aunque él no preguntó, yo sentía que le debía una explicación que jamás sería decir la verdad; confesar es agitar el puñal como un joystick. ¿Es desmedido el lugar que me arrogo en su vida? Es posible, pero no puedo evitarlo: fui yo quien lo eligió y fui yo, también, la que lo traicionó. Como a Marta.
Cuando me dijo que no tenía brócoli supe que me convertiría en peor persona. A sólo veinte metros hay otra verdulería. No puedo explicar la diferencia, pero desde que llegué a este barrio, la otra para mí es la otra y la de Marta es mi verdulería. Caminé lentamente hasta el otro negocio y fingí chequear mi celular para hacer lo que me da mucha vergüenza contar: quería asegurarme de que Marta no viera lo que yo estaba a punto de hacer.
Ni siquiera hizo falta preguntar porque desde la vereda se veía un cajón repleto de brócolis. Gordos, muy verdes, jóvenes, tan saludables, los pequeños árboles estaban prolijamente apretujados. De haber al menos uno que pareciera viejo, chamuscado, quizás hubiese desistido. Volví a mirar por sobre mi hombro; Marta, muy concentrada en la tarea, acomodaba unos limones sobre la vereda. Y yo quería comer brócoli esa noche.
Me metí.
-Un brócoli. Nada más. ¿Cuánto es?-, le dije al verdulero con una urgencia inexplicable. De muy mal modo, y con el apuro de un diálogo propio de un robo.
-¿Cuál le gusta?
-Cualquiera. ¿Cuánto es?
- ¿No lo quiere elegir?
-Cualquiera está bien. ¿Cuánto es?
-¿Algo más?
-No. ¿Cuánto es?
-35 pesos. ¡Que tenga buen día!
Me apuré a buscar cambio en mi billetera. Cuanto más amable era él y más se demoraba la compra, más culpa sentía. Marta le limpia los tallos al brócoli, le quita las hojas que yo no como. Envuelve los huevos con triple hoja de diario Clarín, me elige los tomates y me sugiere que espere por otras naranjas, porque las que tiene no son ideales para jugo. Y ahí estaba yo, asestándole un puntazo en la espalda. Ella, tan leal y considerada y yo, tan rata traicionera. Merezco estos truenos incesantes en mi conciencia.
Con el daño ya hecho, sólo quedaba evitar más dolor, el más importante: tenía que hacer todo para que ella no me viera. Pagué y caminé rápido hacia el lado contrario al que debía ir sólo para no pasar a su lado. Llegué a la esquina con un plan, cruzar sin tener que esperar el semáforo (una caminata ininterrumpida haría que la bolsa estuviera en movimiento constante y eso dificultaría ver qué llevaba). Lo que no sabía era cuán bien andaba de la vista Marta, pero recordé que no usaba anteojos y para mí, desde donde ella estaba, podía verse que yo tenía un brócoli.
Al llegar a la esquina miré el semáforo y me transformé en una paloma paranoica: sólo quedaban tres segundos para cruzar. No lo lograría. Paralizada del cuello hacia abajo, giré la cabeza hacia los lados, hacia Marta, hacia enfrente, hacia la izquierda, hacia enfrente, hacia Marta, hacia enfrente, hacia Marta que seguía trabajando sobre la vereda. ¡Por el amor de Dios, metete de una vez por todas en tu negocio, ¿querés?! Crucé la otra calle para alejar la bolsa de su radar. Había ganado seis metros de distancia y me había alejado seis más de mi casa. Ella seguía con sus limones mientras yo emprendía la vuelta manzana más ridícula y larga para llegar a casa.