Trabajar hasta morir
¿Por qué los campos de concentración soviéticos no despiertan la misma indignación que los nazis? Esa pregunta impulsó a Anne Applebaum a investigar la experiencia soviética y así surgió Gulag, una historia
En la Praga poscomunista se puede comprar objetos de la era soviética: estrellas rojas, la hoz y el martillo, retratos de Lenin. Al menos así lo descubrió Anne Applebaum mientras cruzaba un día el puente Charles. Reflexionó que vender esvásticas y retratos de Hitler sería considerado con razón un ultraje. ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué la opinión pública occidental parece tan indiferente al legado de los campos de concentración soviéticos mientras sigue aborreciendo justificadamente el de los nazis? Esta pregunta fue uno de los impulsos que la llevó a escribir Gulag: una historia, libro con el que ganó el Booker Prize el año pasado.
Los dos sistemas penales fueron similares en su resultado final: millones de muertes. Pero hubo muchas diferencias en su origen, propósito y modo de operar. El primer campo soviético, el antiguo monasterio Solovki en las islas del Mar Blanco, inicialmente fue concebido como un lugar remoto donde pudiera aislarse a los enemigos de los Rojos. Gradualmente, los internados fueron compelidos a participar en labores productivas, hachando árboles y construyendo caminos. Entonces, cuando la Unión Soviética lanzó un programa de industrialización acelerada a fines de la década de 1920, los planificadores decidieron que se podría usar trabajo de prisioneros para abrir zonas remotas e inaccesibles del país, donde no se establecerían los trabajadores libres por propia voluntad. Es decir, los detenidos podrían convertirse en parte de la economía planificada. Así, se pusieron en producción minas de carbón en Vorkuta, en la república Comí, en el norte ártico de la Rusia europea. En el lejano oriente, el complejo del campo Dalstroi explotó los depósitos de oro y platino de la región de Kolyma.
Los archivos demuestran que Stalin y el Politburó siguieron de cerca a ambos, en particular a Dalstroi, cuyo oro era vitalmente necesario para financiar la importación de tecnología occidental durante el impulso a la industrialización. Los registros los muestran analizando la cuestión en el lenguaje blando de inversión, producto y ganancia de la contabilidad, sin prestar atención alguna al costo humano.
Para la década de 1930, el costo humano podía ser ignorado porque los internos de los campos de trabajo forzados, o zeki, eran condenados como enemigos del pueblo -era una ofensa llamarlos camaradas- y por tanto era lícito deshacerse de ellos. El asesinato en masa no era un objetivo del sistema, como lo fue en la Alemania Nazi, pero los imperativos de la industrialización forzada, combinados con la estigmatización de los arrestados, hizo posible imponer condiciones de trabajo inhumanas que invariablemente mataron a muchos.
La única manera de motivar a condenados sin perspectivas de una pronta liberación era alimentar bien a quienes trabajaban duro. A los que no cumplían con sus metas se les reducían las raciones: debilitados por la nutrición inadecuada, se retrasaban aún más en sus labores, y el círculo vicioso resultante era una sentencia de muerte no declarada. Con el tiempo, los líderes soviéticos comprendieron que, incluso en un país de gran población, era dañino este consumo descuidado de recursos humanos. A partir de 1939, cuando el jefe de la policía secreta de Stalin, Lavrenti Beria, fue puesto a cargo del imperio Gulag, a los zeki se les dio alimentos y cuidados médicos adecuados, allí donde fue posible, no por motivos de humanidad sino porque los trabajadores saludables eran más productivos que los enfermos.
Applebaum, que cubrió Europa oriental para The Economist durante el colapso del comunismo soviético, dedica un capítulo a los guardias de los campos. La mayoría se comportó con espantosa frialdad respecto de los prisioneros a su cargo, especialmente en los camiones de ganado utilizados para transporte y en las naves de convictos en el Lejano Oriente. ¿Cómo explicar su conducta? No eran todos sádicos, pero tenían una educación pobre y algunos habían sido criminales. En su mayoría pertenecían a los niveles más bajos de la NKVD, antecesora de la KGB, y vivían en condiciones apenas un poco mejores que las de los zeki.
Años de propaganda del estado les habían enseñado que los zeki no eran plenamente humanos: el término "subhumano" no fue usado, como sí lo hicieron los nazis, pero se pretendía que el término "enemigo del pueblo" fuera casi tan denigratorio y en la propaganda se combinaba con términos como "alimaña", "basura" y "cizaña venenosa". Tratar bien a los prisioneros significaba cumplir los deberes a conciencia, tomarse trabajo, interviniendo en algunos casos para contener a matones. Pero la mayoría de los guardias no encontraban sentido en esforzarse para cuidar a gente que consideraba despreciable. Es importante reflexionar sobre esta deshumanización de gente común, porque es así como se cometen atrocidades.
Applebaum tiene algunos predecesores distinguidos en la investigación sobre los Gulags, en particular Robert Conquest y Alexander Solyenitsin. Se la puede comparar con ellos y en algunos aspectos los supera. Continúa la historia hasta el final del período soviético y ha hecho buen uso de material publicado y archivos que han estado disponibles recién en los últimos diez años. Incluyen los de Memorial, la asociación creada a fines de la década de 1990 para recuperar y dar a conocer toda la verdad acerca del sistema penal soviético y sus víctimas. Pero algunas de sus fuentes más interesantes provienen de los archivos del estado, en particular los informes largos y detallados de la Inspección del Gulag de la NKVD de las décadas de 1930 y 1940. Tan francos como Solyenitsin lo habría de ser décadas más tarde en su libro Archipiélago Gulag, esos documentos revelaban las deficiencias y abusos que se multiplicaban en el sistema y recomendaban maneras de limitarlos, en interés de una mayor productividad. Por lo general en aquel tiempo no se hacía nada efectivo, pero esos informes dejaron un rico recurso para el historiador.
El Gulag de Applebaum es lúcido, cuenta con buen material de investigación y su mensaje moral es claro, sin resultar molesto. Debería convertirse en la historia de referencia de uno de los mayores males del siglo XX.
Traducción: Gabriel Zadunaisky
© The Economist y LA NACION