Tomas de tierras y función social de la propiedad
En su reciente encíclica Fratelli tutti, el papa Francisco afirma, al referirse a la propiedad privada, que en los primeros siglos de la fe cristiana la reflexión sobre el destino común de los bienes creados llevaba a pensar que "si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando". Y cita en su apoyo a San Juan Crisóstomo, que afirmaba: "No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos", y a San Gregorio Magno, según el cual "cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo".
Uno podría tener la impresión de que la Iglesia de los primeros siglos impugnaba la legitimidad de la propiedad privada y que sus grandes teólogos y pastores eran, a su vez, grandes revolucionarios o, al menos, reformadores sociales. Sería un grave error. Ellos tenían en mente un objetivo más modesto y a la vez más sublime: mostrar que el camino de la salvación para los que tenían propiedades pasaba por compartirlas voluntariamente con quienes carecían de ellas, no a través del total desprendimiento, sino por medio de la beneficencia, una vez satisfechas las propias necesidades. Las palabras citadas no cuestionaban, entonces, el derecho de propiedad privada, sino que procuraban sensibilizar a los ricos sobre el uso de sus bienes, en lo cual debían tener presentes las necesidades de sus hermanos más pobres. En esto consiste en la enseñanza católica la "función social" de la propiedad.
Solo en caso de necesidad extrema y urgente podría alguien tomar de la propiedad ajena lo indispensable para sí o para otro en indigencia, sin cometer hurto. Pero hoy muchos pretenden convertir este supuesto excepcional en la regla y principio general, y asignan al Estado la función de ese tercero benevolente que toma del que tiene para dar al que no tiene, "devolviendo" a este último lo que el primero "retiene" para sí injustamente. Las tomas de tierras de los últimos meses, alentadas por las vacilaciones del Estado y la Justicia, entran en la misma lógica.
Pero nada tiene que ver esto con la verdadera función social de la propiedad. Esta consiste ante todo en darles a las personas un ámbito de libertad y responsabilidad para su propio proyecto de vida, crear los incentivos para la actividad productiva, garantizar el orden en el cuidado y la administración de los bienes, fomentar la paz social aportando claridad sobre los derechos de cada uno, todo lo cual redunda en beneficio de la sociedad en su conjunto. En cambio, esa función social ha sido distorsionada, incluso dentro de la Iglesia, para promover la creciente limitación del derecho de los propietarios, la acumulación de trabas para su ejercicio y el debilitamiento de las garantías legales, como si ello redundara en beneficio de los pobres.
Cuando la propiedad se debilita, los ricos siempre tendrán maneras de poner su patrimonio a salvo. Los pobres, no. Un derecho de propiedad débil devuelve a los ciudadanos a la condición de súbditos, genera estímulos negativos para la vida económica, fomenta la pasividad y el clientelismo, destruye la cultura del trabajo y el ahorro, provoca el enfrentamiento social. La declaración de los obispos del 29 de octubre en rechazo de la toma de tierras es una reacción muy oportuna. Pero hubiera sido deseable que, además de referirse al peligro de la violencia, se atreviera a mencionar la inviolabilidad de la propiedad privada. No es tan difícil: es el séptimo mandamiento, y los artículos 14 y 17 de nuestra carta magna. Un derecho de propiedad fuerte no nos hará menos solidarios: al contrario, nos permitirá recuperar la solidaridad de las manos (siempre torpes y poco confiables) del Estado.
Sacerdote y teólogo. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina)