Todos los Robinsones del mundo
En el principio, fue Ítaca. Filoctetes –según Sofocles– fue dejado en una isla con su herida pestilente. Está la Atlántida mítica de Platón y, muchos siglos después, la Utopía de Tomás Moro. La culpa de que todavía soñemos con refugiarnos de todo en una isla apartada, sin embargo, empezó a cuajar en una fecha –es un decir– mucho más reciente. Quizá Marlon Brando pensara en Robinson Crusoe cuando se compró una isla para él solo. En Indonesia y Filipinas, algunas empresas turísticas depositan a algún cliente deseoso en paisajes inaccesibles para que viva unos días como el más célebre de todos los isleños. Incluso la pregunta por los libros que uno se llevaría a una isla desierta son consecuencia de aquella fantasía poderosa. Ya se sabe, en todo caso, cuál es el primer ejemplar que habría que meter en la mochila. Robinson Crusoe se publicó el 25 de abril de 1719, hace tres siglos, pero sus técnicas de supervivencia todavía pueden resultar útiles.
La conversión de una simple historia en mito siempre está jalonada por algo que la excede. Como sugería Pierre Menard, los clásicos se leen de manera distinta según las épocas. El náufrago Robinson, a pesar de su diligencia, no vivía en un lecho de rosas. No pudo elegir libros que llevar: como correspondía a su tiempo, le tocó La Biblia. A pesar de sus muchas incomodidades, Jean-Jacques Rousseau pondría al personaje como ejemplo de una vida edénica, un complemento a su teoría del buen salvaje. El romanticismo posterior –que ya no vería la naturaleza como ajena y enemiga– le daría sin nombrarlo una nueva carta de nobleza a su aislamiento. Los malentendidos son a veces productivos.
Robinson Crusoe, la novela, difiere por completo, contra todo, de la pulsión contemporánea que fabula con huir de un mundo donde el ruido es tanto que puede nimbarnos sin sonido, por vía digital. Se la suele señalar como la primera obra narrativa inglesa, como un ejemplo precoz de realismo. No todos están de acuerdo. J.M. Coetzee anota que el relato es antes que nada empirista (algo que solo fue la base del futuro realismo decimonónico), pero carece de todo lo demás: la sociedad. Si se la puede asociar con un género, es con las confesiones –tan frecuentes en aquellos días– en que se hacía el balance de una vida ya en el lecho de muerte. El equívoco puede explicarse por uno de los hallazgos duraderos del libro: Robinson era un individuo posible y creíble.
A comienzos del siglo XVIII, la prosa, contra la poesía y el drama, era un territorio prosaico y vulgar. Como lo era a su manera Daniel Defoe (1660-1732), un entusiasta que buscó hacer fortuna con diversos emprendimientos comerciales, pero que ante el fracaso empezó a ganarse la vida como productor infatigable de toda clase de textos, de folletos políticos y económicos a obras históricas o tratados morales. Cuando casi a los sesenta años decidió escribir una obra de ficción, no pensó en dejar ninguna marca. Como señala su biógrafo, John Richetti, Robinson Crusoe es "por encima de todo, una respuesta a las posibilidades y oportunidades que ofrecía el mercado de principios del siglo XVIII: el intento de Defoe de darle al público lo que creía este compraría". De hecho, después del éxito fulgurante de La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, navegante, prolongó la serie con una secuela Nuevas aventuras de Robinson Crusoe (Julio Cortázar tradujo las dos de manera ejemplar), además de seguir produciendo a mansalva toda clase de escritos, incluidos Moll Flanders, para muchos su mejor novela, y Diario del año de la peste.
Defoe fue uno de los primeros escritores profesionales, un periodista –diríamos hoy– todoterreno. También fue un gran mistificador. En su busca de verosimilitud, parece haberse adelantado, si se permite la extrapolación, a las fake news. La primera edición de Robinson Crusoe llevaba la firma del personaje y Defoe insistiría durante bastante tiempo en que de verdad existía y la historia era real. Como se sabe, el disparador de la obra fue una noticia sensacional. En 1704 un marinero escocés, Alexander Selkirk, que formaba parte de un grupo corsario, se peleó con su capitán y pidió que lo dejaran en una deshabitada isla del archipiélago Juan Fernández, en el océano Pacífico. Selkirk permaneció cuatro años en el lugar hasta que fue rescatado en 1709.
El escocés puede haber inspirado la grafomanía de Defoe, pero el talento del escritor se reveló en la infidelidad. Hoy una isla de Juan Fernández –pertenece a Chile y está a 700 km de la costa– lleva el nombre del personaje, pero Robinson Crusoe no vegetó sobre ese atolón áspero y neblinoso, como Selkirk, sino en un pedacito del Caribe. Su creador tampoco tuvo remilgos con los tiempos: lo dejó varado en la isla por veintiocho años.
La relativa bondad del clima tropical seguramente alentó la fantasía inmediata del paraíso perdido y a los lectores posteriores –en particular a los de hoy– la de proyectar qué harían de encontrarse en su lugar. El libro de Defoe, por supuesto, no está contaminado por la idea contemporánea del ocio. Puede leerse como una autobiografía puritana, la historia de una conversión. En su vida previa, Robinson se había ido de casa contra los consejos paternos y se volvió negrero (e incluso por un período en esclavo), muy lejos de la religión. La figura de la divina providencia es una figura omnipresente en la parábola de ese individuo abandonado que, Biblia en mano, tras superar los terrores iniciales, va reconstruyendo con unos pocos pertrechos y su infatigable ingenio racional una forma de vida que incluye casa, la domesticación caprina y un largo número de etcéteras. Cuando aparecen los caníbales, Robinson ya se siente literalmente propietario de su isla. Viernes –un artilugio narrativo que permite prolongar una historia que amenaza con empantanarse– prolonga esa actitud que se tiene por civilizatoria: es salvaje, pero no duda en reconocer al inglés como su amo.
Robinson Crusoe es un relato de aventuras minuciosas (cómo olvidar los restos humanos del naufragio, el momento en que descubre otra huella humana, incluso el loro y el paraguas, colmo británico), pero también una versión en escala, ilustrada, del capitalismo que, con su dominio y explotación de los recursos, empezaba a configurarse. También del espíritu colonial (así lo veía James Joyce, que como sarcástico irlandés vengativo la consideraba la mejor novela que se escribió alguna vez en inglés). Contra el voluntarismo erróneo de Rousseau, que dejaría huella, se le sumarían más adelante otras interpretaciones. Marx escribió sobre él en El Capital. Más cerca en el tiempo, Roland Barthes le dedicó parte de uno de sus seminarios: Robinson en su isla, sugiere el francés, recorre, día a día, todas las etapas de la cultura.
Más allá de los atractivos de sus peripecias –el libro también puede ser como una compleja, inteligente novela psicológica–, lo que Defoe inventó por partida doble es un personaje y, sin buscarlo, un arquetipo. Las "robinsonadas" –como se llamaron a partir de entonces las novelas de náufragos en islas desiertas– fueron a partir de su ejemplo un subgénero y continúan hasta hoy. En Escuela de Robinsones, Jules Verne se permitió una parodia formidable. En el siglo XX, Michel Tournier devolvió la historia a los pagos originales de Selkirk en Viernes o los limbos del Pacífico. Muriel Spark en Robinson se permitió una irónica versión contemporánea. El fugitivo de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, ¿no es a su manera un émulo que, en vez de con otro humano de carne y hueso, entra en contacto con un holograma?
En el cine, Crusoe tuvo el rostro de Peter O’Toole o de Pierce Brosnan, aunque ya antes Luis Buñuel le había dedicado una película fiel en que se permitía alguna broma onírica y surrealista. Sus descendientes audiovisuales proliferan sin pausa. Lo son Tom Hanks en Náufrago, de Robert Zemeckis (Robinson encarnado en un analista de sistemas) o Matt Damon en Misión rescate, de Ridley Scott (Robinson anclado en Marte). También los extraviados de Lost, que son muchos en vez de uno, pero –en un sorpresivo giro anacrónico– son alcanzados por la mismísima providencia.
Robinson Crusoe, el solitario obligado que Daniel Defoe creó hace tres siglos, sigue igual a sí mismo entre las tapas de su obra, pero su espíritu sopla en más de un lado. Incluso cuando se revela como el perfecto reverso de sus vivencias originales: partiríamos sin dudarlo a una isla desierta con nuestro lote de libros seleccionados, sí, aunque dando por descontado que a estas alturas de la humanidad habrá por allí el esqueleto de un resort abandonado,con un depósito lleno de víveres, que permita entregarnos al descanso sin las angustias de la supervivencia.