Todos estamos indignados
¡Qué lejos hemos quedado de la ilusión globalizadora! La que preconizaba una interacción pulcra, transparente y justa a través de ese algoritmo anónimo llamado "mercado". La "des-ilusión" ha tenido un corolario que no debería sorprender: el retorno a la política de los países avanzados de los "sucios, feos y malos". Los que ocupan la calle pero también los que pugnan por llegar a los palacios. Algunos lo consiguen: ni más ni menos en los Estados Unidos, obviamente en Italia, también en Hungría y en Polonia.
Es la hora de los políticos prepotentes, estrambóticos, imposibles de ridiculizar porque se los elige precisamente para hacer ridiculeces. La "cool democracy" a la Obama ha sido reemplazada por una "cartoon democracy", una democracia de dibujitos animados. ¿Es que no se parece Trump al Demonio de Tasmania? ¿No es de caricatura el "choque los cinco" de Vladimir Putin con el príncipe descuartizador saudita en el G-20 en Costa Salguero?
Nos provocaban vergüenza ajena los gestos estrafalarios del comandante Chávez, o el pajarillo de su sucesor Maduro, y los considerábamos productos naturales del realismo mágico de nuestro continente. Ahora son las principales potencias las comandadas por la mágica realidad de sus líderes disruptivos. Obviamente, no nos vamos a privar de tener uno de ellos por derecha, y en ese paquidermo regional que es Brasil su presidente recién llegado sigue haciéndose el gracioso apuntando a todos con sus deditos del "meta bala".
Allí y allá explotan irrupciones ideológicas y religiosas en los arrabales desangelados que parasitan un sentimiento colectivo ya universal: no el de la confianza en la eficiencia de los mercados, sino el del grito destemplado de la indignación. Sí, hoy estamos todos indignados, los de abajo, los de arriba y los del medio.
Se trata de una situación en las antípodas de la democracia del respeto que preconizaba el filósofo israelí Avishai Margalit. La indignación emerge en un mundo en crisis, pero se agiganta cuando la "normalidad" produce una brecha cada vez más grande entre los que lo tienen todo y los que tienen solo su salario, y muchos ni siquiera eso.
Indignación que se expresa en tolerancia cero: al delito, a la corrupción, a la ostentación de los políticos, a la inmigración, a los impuestos. Ya no se requieren más esclarecidos ideológicos, ni tampoco personajes glamorosos de red carpet: se reclaman indignados como uno, pero que griten más fuerte que nadie. Que les digan in his face lo que hay que decirles a los que se aprovechan de la gente común.
Claro que la indignación tiene como su contracara la impotencia. Produce cisnes negros, pero en el mar mayestático del capitalismo: la globalización se impone como sistema aunque sus eslabones locales reaccionan internamente en sístole, especialmente para defenderse del gigante asiático que se ha aprovechado de ella. Ya se sabe lo que sucede: las naciones se sacan ventajas en el corto plazo, pero en el mediano plazo todos estaremos peor (y ya sabemos cómo estaremos en el largo plazo).
Entre tanta irracionalidad y resentimiento, a las voces cuerdas no les va nada bien. El caso más notable es el de Emmanuel Macron , quien para el manual de comunicación de la nueva política expresaba todo lo que en él se recomendaba: inteligente, culto, cool. Pero justo a cincuenta años del Mayo Francés, otra vez arde París ante la letal combinación de la anulación de un impuesto a los ricos y la aplicación de un impuesto al diésel, o sea, a los pobres que lo utilizan (aunque formado en la meritocracia estatal francesa de Science Po, Macron no debería haber olvidado nunca que en la Universidad de París-Nanterre, donde obtuvo su título de grado, comenzaron las revueltas del 68).
Aunque ya no están ni Jean-Paul Sartre y la imaginación al poder ni Daniel Cohn-Bendit (aunque sonó en agosto como posible ministro de ecología de Macron). Solo hay odio nihilista, desfigurador, profanador. No hay líder. No hay programa. Sí la coordinación de la indignación que permite la altísima tecnología de los smartphones, para congregarse a tirar adoquines y armar barricadas (como lo hemos hecho desde antes del paleolítico).
Los indignados han encontrado en el chaleco amarillo una identidad colectiva que ya no tienen como obreros, como partidarios, como ciudadanos. Y en la revuelta se sienten partícipes importantes de un hecho histórico. Melancolías del ya no ser, de una sociedad del bienestar dorada que ya no volverá. Proponiendo en una carta abierta 25 medidas "para superar la crisis" imposibles, contradictorias y de una ingenuidad conmovedora (Frexit, que "el pueblo reescriba la Constitución y "¡el retiro de videomultas"!).
Mientras tanto, libres y presos de su violencia pura, los rebeldes han sido pasto fácil de la infiltración de los violentos profesionales de todo signo y su movimiento es visto con gula inocultable por la extrema derecha y la extrema izquierda.
Seguramente, tal como sucede con el Carnaval (donde esos días orgiásticos de exceso sin límites servían funcionalmente para ansiar y revalorizar el orden de la rutina cotidiana), el caos ha asustado hasta a buena parte de los manifestantes. La protesta pierde fuerza. Macron quizá podrá sobrevivir, pero se verá si aprendió la lección: ser el producto cabal de una elite republicana no brinda ningún aura superior en una época en la que toda autoridad terrenal ha muerto (y ningún Dios aparece dispuesto a salvarnos).
Profesor de Política Comparada en la carrera de Ciencia Política de la UBA