Todo lo que el burkini no deja ver
La controversia sobre la prohibición del traje de baño para mujeres islámicas en Francia radica en una particular forma del laicismo en ese país, que hoy es casi una trampa política
El 26 de agosto pasado, el Consejo de Estado, máxima autoridad judicial de Francia, suspendió un decreto de la ciudad de Villeneuve-Loubet que prohibía el uso del burkini, al señalar que no existían evidencias que indicaran que conllevara riesgos para el orden público. La decisión del tribunal, que sienta jurisprudencia para futuras causas, cerró así un frente importante en la discusión que tiene en vilo a Francia hace semanas: si esta prenda, mezcla de burka y bikini que algunas mujeres islámicas eligen usar para poder bañarse en la playa sin dejar de respetar los códigos de vestimenta tradicionales, es o no aceptable en un país donde el secularismo y la asimilación son imperativos.
El debate sobre el burkini emerge en un momento delicado. No sólo porque Europa viene atravesando una ola de episodios de violencia terrorista generalizada asociada con el fundamentalismo islámico, sino también porque Francia ha sido blanco de estos ataques con particular virulencia. Desde el atentado contra la redacción de la revista de humor Charlie Hebdo en enero de 2015, que dejó 12 muertos, pasando por los ataques a fuego de metralla del 13 de noviembre de 2015, hasta el más reciente atentado perpetrado en Niza en ocasión de la celebración del 14 de julio, cuando un ciudadano tunecino se lanzó a la matanza de los transeúntes que participaban de los festejos callejeros y dejó un saldo de 86 muertos y más de 400 heridos.
En este contexto de temor y vulnerabilidad, la discusión sobre el burkini genera divisiones en la golpeada sociedad francesa, pero también en una clase política que vive en campaña permanente como consecuencia de la corroída popularidad del presidente, François Hollande. La controversia divide, por empezar, al propio gobierno socialista. Por un lado, Manuel Valls, primer ministro y presidenciable de cara a las elecciones de 2017, manifestó su apoyo a las intendencias que habían decidido prohibir el burkini, al señalar que "su uso es un signo de proselitismo religioso que encierra a la mujer" y declarar que la decisión del Consejo de Estado "no agota el debate". Por otro lado, dirigentes como Najat Vallaud-Belkacem y Marisol Touraine, las titulares de la carteras de Educación y Salud respectivamente, han expresado su rechazo personal al uso del burkini, pero se negaron a apoyar prohibiciones que infrinjan el derecho a la libertad individual y religiosa.
Mientras tanto, en la derecha parece haber mayor consenso. Presidenciables como Alain Juppé expresaron su apoyo inmediato a las intendencias que promulgaron la prohibición del burkini, mientras que el ex presidente y precandidato para 2017, Nicolas Sarkozy, se ha manifestado incluso en favor de cambiar la Constitución nacional con tal de que quede habilitado prohibir el uso de la prenda. Por su parte, la dirigente del extremista Frente Nacional, Marine Le Pen, ha calificado el burkini de "uniforme fundamentalista", llamando a los legisladores franceses a tomar cartas en el asunto.
El affaire ha provocado reacciones en distintos medios del mundo, del New York Times a The Economist. Especialmente en el mundo anglosajón, la idea de que el Estado aspire a regular la vestimenta de los individuos, ni que hablar de que obligue a una mujer a quitarse la ropa en público, genera un rechazo automático. Pero en Francia el problema se interpreta de otra manera. Con una de las comunidades musulmanas más numerosas del continente, y en un contexto continental marcado por el crecimiento de la desigualdad, la crisis en Medio Oriente y la llegada masiva de refugiados a Europa producto de la guerra en Siria, gran parte de la sociedad francesa pone el ojo en una población a la que identifica como fuente de problemas. Vale señalar que este foco particular de los franceses sobre su comunidad islámica no se explica sólo por la coyuntura actual: ya en 2014, un sondeo de Ipsos MORI señalaba que los franceses sobrestimaban la escala de su población musulmana, al calcular en un 23% el peso demográfico de un grupo que en los hechos representa apenas el 8% del país.
Cuestión de identidad
Así como el contexto regional y el ascenso de la violencia son claves para explicar la emergencia de la polémica sobre el burkini, la controversia refiere más bien a un debate de fondo que atraviesa el país hace décadas, y que se deriva del modo en que Francia concibe su identidad nacional, tanto como la articulación entre la política y la religión y las relaciones entre lo público y lo privado.
Podríamos ubicar el origen de esta discusión en la controversia sobre el uso del velo que se desencadenó con el affaire du foulard en 1989, cuando tres chicas musulmanas fueron expulsadas de una escuela pública porque se negaron a quitarse el velo en clase. Ya en su libro de 2007 The Politics of the Veil ("La política del velo"), la historiadora norteamericana Joan Wallach Scott llamaba la atención sobre la escala inusitada que el problema del velo cobraba en Francia. Según Scott, la raíz de este fenómeno se encuentra en la convergencia de dos elementos: por un lado, una tradición de racismo que se remonta a la expansión imperial francesa sobre el norte de África y que ha obstaculizado la integración de los musulmanes; por otro, las particularidades de la laïcité, esa forma francesa de secularismo que aspiró siempre a defender a los individuos de las comunidades religiosas, promoviendo la asimilación en el espacio público, lo que se tradujo en un rechazo del multiculturalismo y de las reivindicaciones de tipo "comunitarista".
Quizá en esa tensión entre lo universal y lo particular resida el origen de un conflicto que, aunque en cierta medida afecta a todas las naciones de Europa, en Francia se manifiesta con una insistencia particular hasta hoy. Ciertamente, los problemas del asimilacionismo francés para lidiar con la diferencia religiosa recorren la historia contemporánea del país desde sus inicios. Los encontramos, por ejemplo, en los debates que tuvieron lugar durante la Revolución acerca de la emancipación de los judíos. "Debemos negar todo a los judíos como nación, y darles todo como individuos", afirmaba el conde de Clermont-Tonerre en la Asamblea Nacional en 1789. El problema, en términos formales, no era tan distinto del que se plantea hoy. Los judíos eran acusados de tener sus propios jueces y sus propias leyes, lo que pondría en peligro la existencia del Estado y la unidad de la nación francesa. La solución residía entonces en relegar la religión al ámbito de lo privado y privilegiar en cambio la asimilación como garantía de estabilidad y unidad social. En el espacio público, todos somos ciudadanos.
Concebida como garantía de libertad individual y como mecanismo de cohesión social, sin embargo, hoy la ideología de la laïcité se convierte en fuente de problemas ante la necesidad de lidiar con una sociedad cada vez más heterogénea e inestable. Y corre el riesgo de transformarse incluso en una trampa política para una sociedad que dedica esfuerzos ingentes a discutir estas cuestiones identitarias mientras emergen otras problemáticas a todas luces más urgentes.
Por citar un ejemplo, la reforma laboral impulsada desde febrero por el gobierno de Hollande y finalmente aprobada por un decreto de Valls, es decir, sin el voto de la Asamblea y a pesar de la resistencia de los sindicatos, movilizados durante meses contra la flexibilización laboral. Pero también la crisis de un sistema de partidos en plena implosión, el avance del nacionalismo y la xenofobia encarnados por un Frente Nacional en crecimiento, la ineficaz política de intervención del país en Medio Oriente, el aumento de la desigualdad y la necesidad de imaginar una reformulación de la Unión Europea ante el cambio de paradigma que significa la salida del Reino Unido. Todos debates que la sociedad francesa debe enfrentar con urgencia, pero que resultan en gran medida marginados por el espacio que ocupa la polémica sobre el burkini en el discurso de los medios y de la clase política.
Irónica deriva de la laïcité: su capacidad de operar, a la manera de la ideología en la teoría marxista, como un velo que encubre lo que realmente importa.