Oscar, NBA, F1, Lollapalooza: ¿todo en todas partes al mismo tiempo?
El domingo pasado, con la entrega de los premios Oscar, se completó el mes que representa la mayor competencia por las audiencias masivas en el mundo del entretenimiento. Los 18 millones de espectadores que tuvo en Estados Unidos la ceremonia contrastan con el récord anual que sigue marcando, en este territorio, la final del torneo de fútbol americano Super Bowl, el 12 de febrero.
El triunfo de la disparatada ficción americana con fuerte impronta asiática en el casting, las escenografías, la iconografía y hasta el idioma mandarín, también sirve como alegoría: la idea, algo caprichosa, de que existen multiversos o realidades paralelas se expresa en un título elocuente, Todo en todas partes al mismo tiempo.
Ese conflicto de simultaneidad y diferentes espacios sirve de alegoría también para entender la batalla en la industria del entretenimiento: rating de pantallas de TV, financiamiento de plataformas de streaming, exhibición en salas de cine, inversión de productoras, valor de los talentos en las redes sociales, publicidad tradicional, la generación de temas de conversación; todos esos espacios, estar en todas partes y al mismo tiempo, parecen parte de un rompecabezas estratégico que va más allá de las pérdidas y ganancias inmediatas. Un multiverso de pantallas y negocios que afecta a la industria del cine, tanto como a la de los deportes, y en el que suceden cosas en distintos planos.
En medio de ese mes de alta competencia, también se dieron el Juego de las Estrellas (19 del mes pasado), el momento en que la liga de basquet profesional NBA pasa de deporte de alta competencia a espectáculo al 100%, y también el comienzo de la temporada de la Fórmula 1 (el 5 de marzo). La combinación entre figuras convocantes y carismáticas (actores, deportistas de élite) dentro y fuera de su actividad profesional (la cancha, la pista, el set de filmación) es, sin duda, una clave de la posibilidad de capturar la atención de audiencias masivas tanto como la combinación de disciplinas (el célebre show musical de medio tiempo del Super Bowl) y la imprevisibilidad de lo que sucede en vivo: ese sigue siendo, cachetazo de Will Smith a Chris Rock mediante, el gran factor. Las incidencias dramáticas de la última final del Mundial de fútbol, y la atajada del Dibu Martínez, serán para siempre una prueba del entretenimiento deportivo.
Sin embargo, las discusiones y los conflictos se vuelven más acalorados cuando los espectadores no se comportan, y el dinero no fluye, en la dirección esperada. Qué tiene para aprender la NBA de la F1, titulaba un analista días atrás. Y combinaba argumentos: por un lado, la NBA como una competencia local de Estados Unidos y basada en la (cada vez menor) penetración del cable: su caída en las últimas dos décadas por el auge del streaming se agudizó con la pandemia; por otro la Fórmula 1, mucho más global pero que sumó sedes muy comerciales como Miami o Las Vegas a su calendario, con competencias y duelos personales, y figuras-influencers en ascenso. A las cifras de audiencia se le agregan datos cualitativos: una NBA donde las figuras, siempre controvertidas, manejan de manera individual su relación con las marcas y sus seguidores frente al automovilismo, entendido como show de alto nivel. La omnipresente relación de la Fórmula 1 con los auspiciantes de cada team también se apuntala en la exitosa docuserie Drive to Survive, en la que se puede ver a los pilotos y sus escuderías, en otro nivel de drama e intensidad, una mezcla de backstage con énfasis narrativo y reality de acceso privilegiado.
La actividad personal en redes sociales de las figuras (consagrada en los Oscar por aquella selfie de Ellen de Generes, el 3 de marzo de 2014) se combina con los escándalos (esta semana el jugador de NBA Ja Morant fue suspendido porque se lo ve en un video con un arma en una discoteca): el culto a la personalidad y el imán de las celebridades sigue siendo un combustible indispensable en la popularidad del entretenimiento y las redes sociales.
El diagnóstico, además de la omnipresencia de Netflix como punto de quiebre de la producción audiovisual, pero aun alejado de los deportes en vivo (el gran activo de la TV junto a las noticias), consagra otro elemento interesante: los fans.
Para los Oscars, el hito es claro: su récord histórico fueron los 55 millones de espectadores en 1998, el año de consagración de Titanic, una de las películas más taquilleras de la historia, al punto que fue relanzada 25 años después.
La Kings League en Twitch, que se está desarrollando y tendrá desenlace en las próximas semanas, organizada por Gerard Piqué, será la prueba de las destrezas de gestión de comunidades y producción de evento masivo de los eventos nacidos del streaming. Otro deporte, es la metáfora que suele usarse en los negocios para competencias que llevan otros códigos y otras reglas.
La relación entre los superfans de los equipos, los atletas, las películas o los actores, y los simples espectadores que se ven atraídos por el acontecimiento de un espectáculo que promete glamour, destrezas, incidentes, pero sobretodo impacto emocional, es una ecuación de difícil equilibrio. Los que asistan este fin de semana al Lollapalooza, por fanatismo o efecto contagio, a ver a su artista favorito o a deambular por un mar de gente, participan de este mismo dilema de alcance global.