Todo derecho supone un poder y tiene un costo
En Occidente se reactiva, tanto en el ámbito intelectual como en el de la opinión pública, el descubrimiento de las flagrantes desigualdades sociales, pero el problema es que, al mismo tiempo, la evolución de los hechos que los mismos descubridores señalamos tiende a acentuarlas. ¡Vaya intríngulis! Parece que la pregunta que tratamos de evitar fuera: ¿cuál es el costo para mí de un achicamiento de la brecha social? Porque, inconscientemente, sabemos que lo hay. Habitualmente, soslayamos nuestra cuota de responsabilidad señalando sólo la de los más ricos.
Un personaje en una pieza teatral de Eugene O'Neill, Mansiones más majestuosas, le dice tajantemente a su hermano: "Tu derecho carece de poder. Por lo tanto, no tienes derecho". Por una parte, el aserto resulta un puñetazo de realidad en el adocenado estilo en que suele hablarse de los derechos en la jerga social o política más escuchada, en la que éstos aparecen engendrados por el progreso moral y la racionalidad de las personas y de los sectores sociales que logran legitimar sus ideas ante los demás. Contrariamente, el personaje teatral nos dice que si no tenemos una cuota suficiente de poder no se cumplen nuestros derechos. Por otra parte, el dicho nos invita a una reflexión sobre la democracia, ámbito político en que los derechos alcanzan florecimiento, en contraposición con las autocracias, en las que crecen mucho las obligaciones y prohibiciones y se minimizan los derechos.
Está en la conciencia colectiva que un derecho no suele provenir de una graciosa concesión del príncipe, sino que surge de una conquista histórica más o menos trabajosa. Pero una vez que está incorporado por la sociedad, y aún más si está registrado en las leyes, contamos con que todo incumplimiento es simplemente un delito legal y moral que eventualmente cometen los particulares o el poder de turno. Pero si esto fuera así, ¿por qué será entonces que resulta tan insatisfactorio su cumplimiento en democracias como la nuestra, y se acusan los sucesivos gobiernos de no haberlos garantizado?
Una primera verificación es que los derechos no son gratuitos, tienen un costo. El costo, por ejemplo, de que para poder ejercer yo una amplia pero al mismo tiempo acotada libertad debo aceptar la prohibición de matar a mi enemigo. Y eso lleva a constatar que no hay derechos ilimitados; el límite son siempre los derechos de los otros. El ejemplo elegido es extremo, claro; pero por caminos menos claros pero contundentes resulta -en otro ejemplo- que mi libertad de dar a mis hijos una educación de alta calidad privada, porque puedo pagarla, restringe indirectamente el derecho de recibirla de los pobres, porque a los muchos ciudadanos en mi situación favorable nos motiva menos pagar impuestos para que la reciban todos de alta calidad, como mis hijos. De lo que surge la segunda y conflictiva verificación: que dos derechos pueden ser en algún grado contrapuestos, en la medida que el exceso de uno -porque quienes lo ejercen tienen más poder en la sociedad- representa indirectamente un cercenamiento del otro.
En la sociedad, la debilidad del derecho de cada uno frente a los que tienen más poder económico o jerárquico se busca compensar con la asociación entre los débiles: el caso arquetípico es el sindicato, y así nacieron históricamente las corporaciones. Pero son muchos los derechos ya sancionados por la cultura que no tienen la misma capacidad de generar conciencia, organización y poder de influencia. El derecho a un ambiente saludable y no agresivo, por ejemplo, reconocido por numerosos textos legales, tiene capacidad de organización débil por su misma índole difusa, salvo en temas puntuales como en el caso del tabaco. Sólo puede la política aunar y representar estos derechos en cuanto ella es expresión del poder organizado. ¡Menudo problema para la política!
Y un aspecto de ese problema es que la democracia se legitima con el derecho al voto. Galbraith escribía que en Estados Unidos habitualmente votan "los satisfechos", es decir, los que tienen resueltos los problemas básicos de la vida. En definitiva, que quedarían con débil representación política los derechos de los que menos tienen, más allá de la retórica. Por cierto que cada país es distinto en este aspecto, pero intuimos que puede ser en muchos aun peor, porque la gente privada de derechos económicos y sociales es frecuentemente escéptica respecto a contar con poder político en la sociedad. Intuyen la inexistencia de equilibrio en su distribución. Como sucede en la Argentina entre los muchos que ejercen sus derechos y los también muchos que sólo se benefician para la subsistencia con los planes asistenciales del gobierno, enmarcados en buena medida en el paternalismo populista, que no construye real conciencia de derechos ni educa sobre límites de éstos.
Todo este razonamiento se liga con la afirmación acertada del protagonista de O'Neill. Porque la democracia implica mejor distribución del poder. Los viejos griegos que la inventaron excluían de esa distribución a las mujeres y a los esclavos: la igualdad pertenecía a los pater propietarios. Mucho cambió el mundo desde entonces, pero no en que la relación entre los derechos económicos, sociales y el poder es dialéctica, y se influyen mutuamente. Por eso es que el crecimiento del poder democrático del ciudadano (el que no tenía el hermano del protagonista de la obra citada) implica también un proceso redistributivo, que abarca a todas las clases sociales; de lo contrario, existe sólo una democracia formal, de apariencia. Y para eso no alcanzan sólo crecimiento y "progreso", hace falta también algún recorte de no pocos privilegios de grupos que los obtuvieron en momentos de mayor poder, y esto para que haya mejor justicia impositiva, seguridad social universal, adaptación del régimen laboral que facilite la superación de la informalidad, prioridad en inversión de bienes públicos populares, reforma educativa y sanitaria universalistas e igualitarias, etc.
Frente a la necesidad de lograr mayor cohesión y paz social, vale un temor y un alerta de todos, porque como afirmara Wenceslao Fernández Flores: "Sólo el temor hizo del hombre un animal domesticable".
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