Todo el año en cuarentena
A los males del coronavirus, para quienes tienen la desgracia de sufrirlo y aquellos que generosamente entregan su tiempo o arriesgan sus vidas por los demás -y a las incomodidades inexorablemente derivadas para todos de la cuarentena- se suman, para colmo, otras molestias, evitables pero casi nunca evitadas.
Pienso ahora, en particular, no sin cierta ironía, en la proliferación en estos días del don de profecía. Hay presagios de todo tipo sobre el mundo que se viene (sin prueba alguna, por supuesto, ya que la profecía y la prueba corren, naturalmente, por carriles separados).
Entre los profetas abundan particularmente los que aventuran cambios profundos en la vida poscuarentena, sobre todo en lo que tiene que ver con la comunicación y la docencia. Lamento desilusionar a los nuevos profesionales del futuro, pero me temo que tales cambios no serán tan profundos, porque no serán, en primer lugar, tantos. Al menos en lo que a la comunicación se refiere, el mundo civilizado y tecnológico del siglo XXI estaba preparado para convivir con esta pandemia. Y ese es, irónicamente, el problema: usábamos en tiempos de paz herramientas comunicativas y pedagógicas en realidad más ajustadas a una guerra (epidemiológica). Es como si hubiéramos hecho previsión, sin saberlo, para un porvenir que era imprevisible.
La reacción predominante frente a los supuestos cambios actitudinales generados por el coronavirus ha sido la celebración por un logro. En las universidades generalmente se ve como positivo el hecho de que profesores y alumnos hayan podido adaptarse rápidamente a las técnicas que permiten enseñar a distancia. Y se augura que, luego de la crisis, esta versatilidad será un valor adquirido y la educación virtual se instalará de un modo central e irreemplazable. Otro ejemplo: la soledad que para muchos podría haber generado esta nueva y difícil coyuntura habría quedado en buena medida anulada por el whatsapp y las videollamadas. Estas serían, en el futuro, las herramientas fundamentales de la comunicación.Pero el tema es que… ya lo eran en el pasado. Antes de la cuarentena, ¿cuánta gente hablaba con su madre, su amigo o su vecino, sobre todo por whatsapp y mediante videollamadas, en lugar de visitarlos en persona, a veces renunciando a la riqueza del contacto directo a cambio del beneficio (efímero pero real) que en ocasiones aporta el no dar la cara y, en lugar de ello, mandar "besos por celular"?
Por supuesto, hay situaciones en que esos medios de comunicación modernos son una salvación, la única manera de dialogar con un ser querido que vive lejos. El problema es que se había convertido la excepción en la regla y usábamos esos medios también para hablar con el que estaba en la habitación de al lado.
Y ¿cuántos profesores universitarios, en lugar de dar clase en persona, se distanciaban, ya antes de la peste (el famoso "distanciamiento social" en fase precursora), ocultándose detrás de una pantalla o de un aula virtual? La educación a distancia ya existía; no se descubrió en estos días pandémicos. Lo que varía ahora es su valoración: mientras que para algunos de nosotros se trata de algo excepcional, que sirve en ocasiones o constituye un mal menor, que ahorra ciertos costos; para nuestros profetas optimistas, en cambio, este supuesto mundo nuevo constituye la panacea educativa. Hoy me decía un amigo profesor que le costaba adaptarse a "zoom", un programa diseñado para reuniones y clases no presenciales. Mi reflexión fue que esa dificultad me parecía un buen síntoma…
En realidad, el coronavirus y el aislamiento obligatorio han constituido una invitación indeclinable a agudizar algunos rasgos sociales ya presentes y con una tendencia a acentuarse de un modo nocivo y preocupante. Así es que esta pandemia constituye, sí, una oportunidad. Pero no una oportunidad para cambios profundos (que no serían tales) sino para una vuelta a un pasado mejor, de más educación presencial y de mejores relaciones interpersonales.
Ojalá que cuando llegue el ansiado momento en que todos juntos superemos este escollo, estemos tan hartos de la tecnología, de tanta clase por zoom, de tantas charlas por teléfono, que queramos salir corriendo a darle un abrazo al primero que se nos cruce; que busquemos a un grupo de nuestros estudiantes, para tomar un café. Ojalá tengamos acumuladas ganas como para que nos urja una vuelta a la realidad, un abandono de algo parecido a… una vida en cuarentena todo el año.
Investigador del Conicet