“Todes” nos invisibiliza a todas
El auge del “lenguaje inclusivo” tiene una deriva excluyente; es paternalista imponer una lengua para reordenar la realidad y acallar una desigualdad persistente
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El auge del “lenguaje inclusivo” tiene una deriva excluyente y, a veces, cancelatoria. Un ejemplo reciente es la alternativa de registrar el sexo en el documento con una X. Como señalaron algunos defensores de la diversidad, la X remite a tachado, a incógnita, al anonimato. Otros, más extremos, sostuvieron que el Estado no debería tomar nota del sexo, es decir: ni equis ni femenino ni masculino: irrelevancia. Algo parecido pasa con el lenguaje llamado inclusivo, que, en realidad, cancela la diversidad.
En estas hipótesis, la cancelación no solo se da en la denominación de las personas con identidades autopercibidas diferentes, sino también en una categoría de sujetos que conforman, en el nivel mundial, el 49,6% de la población: las mujeres.
Mientras que en el mundo, por cada 100 niñas que nacen, nacen 106 niños (aunque los niños tienen menos chance de sobrevivir la infancia, según informa el INED francés); en nuestro país por cada 100 mujeres hay apenas 94,8 varones (según informa el Indec). Es decir que en la Argentina hay más mujeres que varones.
Estas mujeres son un colectivo que sufre un cúmulo de postergaciones diarias. Pese a todos los logros alcanzados desde la primera hasta la que hoy llamamos cuarta ola del feminismo, cada día la mujer es invisible en un sinnúmero de instancias. No se trata solamente de las tareas de cuidado, sobre las que las autoridades y los medios buscan sensibilizar y que se vieron agigantadas con la escolaridad doméstica y los demás efectos de la pandemia.
La mujer es la víctima preferida de la violencia intrafamiliar y de pareja, y el agresor es en casi todos los casos un varón. Sin “e”. En las estadísticas de 2020 de la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema, 76% de las personas afectadas por violencia son mujeres y 24% son varones. Dieciséis personas afectadas pertenecen a géneros no binarios (sobre casi 10.000 casos).
La mujer muere por la violencia, al punto de que debimos crear un delito especial que expresa una desigualdad estructural en el ejercicio de la violencia hacia la mujer por sobre la violencia entre dos mujeres o dos varones. El artículo 80 inciso 11 del Código Penal define el femicidio como el homicidio causado “a una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare violencia de género”. En 2020 hubo 251 víctimas de femicidio, según los registros de la Corte Suprema. De ellas, 244 mujeres eran cisgénero, 6 eran “travestis” (según el lenguaje del informe) y sobre una de ellas no había datos. Al menos 41 habían denunciado al agresor y 27 tenían medidas de protección vigentes.
La mujer es objeto de trata. El sexo de las víctimas, según un informe del Ministerio Público Fiscal de la Nación (Ufase-Inecip, 2012) es, en un 2%, hombre y un 98%, mujer. Globalmente se discute hoy si la trata debe ser considerada como un delito imprescriptible de lesa humanidad. Finalmente, es una forma de esclavitud que tiene diversos niveles de complicidad, y que los organismos internacionales denuncian tanto respecto de los niños (compra y venta de niños, delito aún no tipificado en el derecho argentino pese a las exigencias internacionales), como respecto de las mujeres. Especialmente, la trata se vincula con temáticas del feminismo interseccional, pues la brecha de género impulsa la pobreza y la pobreza empuja a la desesperación, retroalimentando, a su vez, la brecha. Pensamos en mujeres mula, paridoras, esclavitud sexual, comercio de estupefacientes y otras formas de explotación inhumanas.
Quizás convenga detenerse en la interseccionalidad: mujeres migrantes, mujeres indígenas, mujeres pobres, mujeres adultas mayores, mujeres niñas, mujeres embarazadas y mujeres con hijos pequeños son muchas de las víctimas potenciales de esta indiferencia. La interseccionalidad supone que cuando una persona está atravesada por realidades que aumentan su vulnerabilidad, estas crean un círculo vicioso.
Si la mujer es quien acoge el cuidado, sabemos que la pobreza tiene rostro de mujer jefa de familia. En la Argentina, quienes prestan el servicio social más importante al país –las mujeres jefas de hogar que educan a los hijos que son la próxima generación de argentinos– son el segmento más pobre de la sociedad. A menor edad de los hijos, mayor nivel de pobreza. Justo cuando los chicos más necesitan. No es que no haya respuestas, aunque sería muy bueno avanzar sobre reformas estructurales en relación con la mujer y la pobreza, que refiguren la agenda a largo plazo. Pero claro, para eso, es necesario hablar de mujeres. De ahí que el mayor flagelo del “todes” y de la inclusión entendida como cancelación es la cancelación de la mujer, de todas las mujeres.
Cuando no hay más todas ni todos, sino “todes”, no hay más mujer. Cuando no hay más ella, madre, abuela, nieta, hija, no hay cuerpo de mujer y todo queda fagocitado por la cancelación (la X no pudo haber sido más gráfica). Se produce la peor de las discriminaciones: la del silenciamiento. Todos los dramas sociales que involucran a las mujeres quedan velados en la indiferenciación. En términos de derecho antidiscriminatorio, es una forma particular de violencia simbólica: se propone un patrón social estructural que directamente borra a la mujer, incluso como palabra.
El “todes” no solo erradica a las mujeres del discurso, sino que además suprime a los hombres, lo cual conduce a desestimar también las miradas sobre las nuevas masculinidades y masculinidades positivas, que hoy son objeto de atención incluso en el abordaje de la violencia. Borrar a los hombres es también borrar la serie de interacciones virtuosas entre hombres y mujeres que nos llevan hasta nuestro presente, en un encadenamiento de generaciones que podemos agradecer.
A poco que lo pensemos, el costo a pagar por un eslogan, o un argot juvenil es muy alto, aun como estrategia política. Es hasta un poco paternalista la imposición de un lenguaje con pretensión de reordenar la realidad, acallando una desigualdad persistente.
La “e” funciona como un espejismo recurrente del que hasta las mismas mujeres a veces somos cómplices: el de abogar por la pérdida de ciudadanía de la mujer en el lenguaje y en las leyes. Este oasis de la inclusión nos deja afuera.
Abogada (UBA). Directora del Proyecto IUS-UCA sobre nuevas discriminaciones a la mujer