Todas esas vidas sin mí
Me recuerdo buceando a escondidas en los cajones de la habitación de mis padres. Me recuerdo muy chica (¿en puntas de pie?) y con palpitaciones; con la cabeza convertida en un tren a toda marcha y revisando sin siquiera entender del todo papeles, libretas, anotaciones. Todo podía ser un indicio, no terminaba de saber bien por qué, y sin embargo advertía que cualquiera de los objetos que reposaban en esos cajones podían ser una pista, una señal de lo que era mi intuición.
No fui muy original, supongo; en realidad, lo supe con certeza mucho después, y ya habiendo leído a Freud. Mi novela familiar estaba en acción y lo que buscaba por esos días tempranos era la prueba concreta del mayor de los misterios: que yo no era yo.
La literatura entera encarnaba en mí, yo no era hija de esos señores con los que vivía desde siempre, mi hermana no era de ninguna manera mi hermana y toda mi vida hasta ese momento no había sido más que una gran confusión (¿me habrían cambiado en la nursery?) o, peor, un engaño de esa gente inescrupulosa que decía quererme tanto y que se hacía pasar por mi familia. El mundo se pulverizaba.
Pero resulta que yo era yo y la perturbadora posibilidad de ser una princesa perdida y criada por extraños fue un sueño que duró poquito, aunque desde entonces nunca dejé de pensar en los destinos paralelos que anidan ahí nomás, todas vidas posibles para mí y también para los otros, y siempre tras esa oscuridad remota del origen que suele marcar las acciones de los seres humanos.
En estos días estuvo en Buenos Aires Rosa Montero presentando su novela La carne, en la que si bien el paso del tiempo es el punto filosófico del argumento, el enigma de las vidas posibles aparece como otro de los grandes núcleos. El tema de los gemelos es un tópico en la narrativa de Montero y ella explica esa insistencia como una manifestación de "la dualidad, la escisión y las muchas formas y posibilidades del ser que tenemos".
En El lienzo, la extraordinaria y compleja novela del alemán Benjamin Stein basada en un hecho real, aunque estilizada con las formas de la mejor literatura, la impostura (como apropiación de la vida de otro, una vida más interesante que la propia) y la desmemoria (la negación de la propia vida y de su carga de decepción y fracaso) son los grandes ejes de una trama inquietante. Leí ambas novelas casi en simultáneo, naturalmente en clave de azar y destino.
Durante un tiempo en el que viajaba mucho por trabajo, imaginé más de una vez cómo sería no regresar, "desaparecer" para siempre de mi yo cotidiano y convertirme en otra persona, con una nueva identidad, en otro país. No parecía algo complejo, siempre existieron relatos de personas que un día, inesperadamente, se fueron sin dejar rastros. Me angustiaba imaginar a mis hijos comenzando a vivir sin mí, pero me despertaba tremenda curiosidad dibujarme esa nueva vida, alejada de la realidad conocida. Es algo que aún me ocurre con frecuencia: suelo ver en mujeres de mi edad otras vidas posibles y me pregunto si me habrían hecho más feliz esos destinos.
Sin ir más lejos, durante unas recientes vacaciones en el Sur me imaginé a mí como esa mujer de rostro anguloso y lleno de sol y pelo largo y entrecano que nos contaba la historia de su criadero de truchas con el entusiasmo de una artista y mientras la miraba no podía dejar de pensar cómo habrá sido para ella crecer en el verde y criar a sus hijos entre montañas y lagos, lejos del estrés y las corridas urbanas y absolutamente lejos de toda clase de devaneos intelectuales y disquisiciones sobre puntuaciones y comas, tiempos verbales, puntos de vista y modos de narrar.
Me hubiera gustado decírselo, creo. Y a la vez no puedo dejar de pensar que ese día ella, tal vez, se quedó pensando en mí y en mi vida. En cómo sería vivir mi vida.
TW: @hindelita