Tiempos peores en Buenos Aires
Hay lugares de la trama porteña que hoy se recorren y disfrutan sin imaginar que en tiempos pretéritos mostraban una cara muy diferente: inhóspita, agreste y hasta peligrosa
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La ciudad de Buenos Aires no siempre fue la sólida y moderna urbe que conocemos en estos días. Los lugares de la capital de la Argentina que hoy nos parecen firmemente construidos o incluso aquellas zonas que se destacan por su elegancia, en otros tiempos exhibieron postales precarias, luctuosas falencias o fueron, directamente, refugios de malandras y cuchilleros.
No necesitamos irnos muy lejos para citar el primer ejemplo. Podemos plantarnos en el mismísimo microcentro porteño para saber que, en los tiempos posteriores a la revolución de mayo, cuando la ciudad estaba comenzando a tener un trazado serio, las calles eran un verdadero desastre. Obviamente eran de tierra, que levantaban un polvo traicionero en días calurosos y se convertían en pantanos cuando arreciaban las lluvias. Y en este punto que podría parecer pintoresco se avecina la tragedia. Según lo que cuenta Andés Carretero en su libro Vida Cotidiana en Buenos Aires, había determinadas esquinas de la ciudad que se convertían en verdaderas trampas mortales a causa de las precipitaciones. En lo que hoy es Sarmiento y Maipú, y también Perón y Maipú o en San Martín y Florida, perecieron ahogados una gran cantidad de jinetes que circulaban por allí, con sus propios caballos. Estos baches criminales dejaron de tragarse gente y equinos solo en 1836 cuando se construyó un zanjón para desagotar las aguas de las tormentas.
También, esas arterias del centro donde hoy mandan el asfalto, el tránisto recargado y las edificaciones, solían llenarse de infinidad de perros sueltos y también cerdos. Ambos animales eran una real plaga y constituían un riesgo para la población. A tal punto que (antiespecistas abstenerse) el ayuntamiento porteño organizaba partidas de hombres que se encargaban de exterminarlos (o ahuyentarlos del centro), mediante el uso de picas, garrotes y desjarretaderas. Se suma a esto la numerosa presencia de hormigas y ratones en la zona. A estos últimos se los combatía con humo, agua y palos.
Podemos salir de la zona céntrica. En el que hoy es el distinguido barrio de la Recoleta, más precisamente en la actual Plaza Emilio Mitre, delimitada por Pueyrredón, Las Heras, Pacheco de Melo y la tímida calle Cantilo, todo era absolutamente diferente a lo que vemos hoy. Mucho más salvaje y cruento. Es que en ese lugar se había instalado, a fines del siglo XVIII uno de los tantos mataderos porteños. “Sobre un suelo siempre sucio y lleno de baches chapaleaba una multitud de peones, carniceros y vagos pringosos que se cambiaban dicharachos y palabrotas”, describe Ricardo de Lafuente Machain en su libro El barrio de la Recoleta. Los alrededores de lugar donde se degollaban y cuereaban a los vacunos se habían llenado de boliches y despachos de bebidas, lugares donde los matarifes jugaban naipes o apostaban en riñas de gallos. Y, no pocas veces, entraban en disputas que culminaban en algún hecho de sangre.
También hay otra zona más de la ciudad de Buenos Aires que era completamente distinta hace unos ciento cincuenta años hacia atrás. Se trata de los alrededores del Parque Las Heras. Esta área, refinada y coqueta, fue en su momento básicamente un aguantadero de gente enemistada con la ley. Es que donde hoy se encuentra el mencionado paseo estuvo, entre 1867 y 1962, la Penitenciaría Nacional. Y en sus alrededores, especialmente en sus primeros años y hacia el norte, se formó una barriada precaria donde se juntaban maleantes, exvonvictos y otros marginados de la sociedad. El lugar, quizás por lo inhóspito y por lo lejano del centro, recibió el nombre particular de Tierra del Fuego. A comienzos del siglo XX, en la crónica de un doble crimen acaecido allí, la revista Caras & Caretas lo describía como “aquel mundo enigmático y rico en sombrías leyendas, ubicado en lo menos conocido y más agreste de los bosques de Palermo”.
Estas imágenes de pantanos y perros cimarrones, mataderos y tierras de nadie demuestran que, aún con sus imperfecciones, en Buenos Aires no todo tiempo pasado fue mejor.