Tiempos de espiritualidad líquida
Los argumentos de venta de cierta publicidad reflejan los cambios de una posmodernidad tecnológica, en la que declina el sentido sagrado de la religión y en la que ya son pocas las cosas que se toman en serio
Casi todas las religiones tienen algún objeto simbólico destinado a proteger a quien lo lleve encima o mantenga cerca: la cruz cristiana, una estampa de la Virgen, el messusah judío, el tawiz musulmán. Hace siglos, allá cuando los peligros que acechaban eran más concretos que los de hoy, a las autoridades religiosas de los más diversos credos se les ocurrió que esos pequeños amuletos harían sentir más seguros y protegidos a sus fieles. Dentro del shintoísmo y el budismo japonés se usaron los omamori, especie de amuletos o talismanes que aún hoy se venden a la entrada de los templos y que muchísima gente suele llevar colgando del celular, en la cartera o el bolsillo. Son pequeñas bolsitas de tela de seda de distintos colores que contienen, adentro, una plegaria para la buena fortuna, para la salud o para alejar a los malos espíritus, según el omamori del que se trate.
Hace poco vi un comercial que me dejó estupefacta. Se filmó sólo para Japón, pero puede verse en YouTube (www.youtube.com/watch?v=o-Uv5ZNk0RE). En el interior de un templo, un grupo de ejecutivos vestidos de traje hacen reverencia ante sus laptops. Un monje shinto golpea un gong que resuena con ecos antiguos. La puerta del templo se abre lentamente y entra una sacerdotisa que camina con paso solemne y trae, sobre las manos, una pequeña pirámide que parece estar formada por guijarros. Hasta ahí, el comercial transcurre en cámara lenta y en tono grave, elevado. Una voz en off dice: "La gente siempre ha pedido seguridad a los dioses. La gente siempre se ha esforzado por salvaguardar su privacidad... Hoy, finalmente, los dioses han respondido a sus plegarias".
En ese momento, la cámara se acerca: la pirámide está formada por decenas de pendrives apilados unos sobre otros. El monje los bendice con un bastón y unos pases de magia, seis sacerdotisas se postran frente a ellos y la voz en off afirma: "La nueva memoria USB queda bendecida para erradicar todos los virus y guardar datos para siempre". La respuesta de los dioses -el nuevo amuleto guardián- está ahí. La música cambia radicalmente: ya no es un gong con resonancias antiguas, sino una canción del grupo pop japonés Dempagumi, al que pertenecen las seis chicas disfrazadas de sacerdotisas. A estas alturas, yo ya no podía evitar sonreír: lo que al principio parecía un comercial muy serio, ahora provocaba ganas de bailar.
La pirámide de pendrives empieza a irradiar luz; uno de ellos asciende por el aire en cámara lenta mientras unos hilos brillantes tejen alrededor de él una primorosa bolsita dorada. La cámara muestra en primer plano un omamori dorado que yo hubiera querido comprar inmediatamente para alejar todo mal y que mi vida aquí en la Tierra tuviera algún sentido.
En el comercial, el enemigo al que tiene que enfrentar el amuleto guardián es un ninja negro que viene a representar un virus, según nos lo explica una flecha y un cartel con letras mayúsculas, para que a nadie le quede la menor duda. El ninja/virus se acerca con la espada erguida a una laptop y, justo en el instante previo a hacerla trizas, el pendrive amuleto, convertido ya en omamori gracias a la primorosa bolsita dorada, aparece en primer plano junto a otro cartel que dice "God power: el poder de Dios".
A esta altura del comercial pensé que a los creativos publicitarios se les había ido un poco la mano: ¿comparar el amuleto Norton con el poder de Dios no sería demasiado? Por lo visto, no: el comercial continúa durante dos minutos más, mostrando cómo el omamori Norton salva de las amenazas del ninja/virus a la computadora de una colegiala, la de un hombre que mira pornografía, la de una chica vestida de novia que coquetea por Internet con un amante, la de una geisha, la de un mafioso. En suma: no importa qué estés haciendo -moral o no, legal o no- el omamori Norton, el poder de Dios, te protegerá con su fuerza todopoderosa y sobrenatural.
"Si tus datos más valiosos están bajo amenaza, la tecnología de Norton más el poder divino de ocho millones de deidades japonesas te brindan doble protección. No importa si es para guardar tu colección de animé; tus videos privados; esos recuerdos de affaires extramatrimoniales; todos esos secretos sucios de los adultos; o el comercio y las apuestas ilegales que podrían traerte problemas... No importa qué datos tengas, siempre estarán protegidos por el omamori guardián Norton." El comercial finaliza con las seis sacerdotisas pop sentadas en poses sexy. Empiezan a levitar y acaban convertidas en seis preciosos omamori... Norton, por supuesto.
La idea comercial y publicitaria para este producto es magistral. Podrían haber inventado el USB antivirus y haberlo vendido simplemente como tal. Pero a alguien en algún pasillo de la agencia publicitaria o del departamento de marketing se le ocurrió que cambiar el empaque podría obrar maravillas: a esta sociedad laica en la que a los antiguos templos sólo entran los turistas, en vez de venderle un USB tradicional, Norton le vendería uno envuelto primorosamente en seda, tal como si fuera un omamori. En otras palabras: el valor agregado al producto tecnológico no es sólo el packaging, sino lo que ese packaging representa: las supersticiones más antiguas, el regreso a la base de cualquier creencia religiosa que radica, entre otras cosas, en nuestros miedos y en el tamaño de nuestra vulnerabilidad.
Mientras escribo este artículo escucho la Misa en B Menor de Bach. Lo hago adrede: quiero recordar qué es, adónde nos remite el sentimiento religioso. No hace falta creer en ningún dios para sentirlo. Lo único necesario es no haber perdido la capacidad de asombro ante el cielo estrellado, ante una tormenta descomunal, ante la visión de la Vía Láctea desde un lugar despoblado, ante el nacimiento de un niño o, incluso, los horrores de una guerra.
El comercial del omamori Norton nos aleja de ese sentimiento primordial. No sólo eso: parece reírse de ese sentimiento, intentando convencernos de que la tecnología nos hace todopoderosos. Gracias a la tecnología, el mundo natural -antes indiferente a los deseos humanos- se convierte en un mundo que responde a nuestros caprichos. Con cada nuevo gadget que sale al mercado, crece nuestro poder sobre el entorno, pero lo hace a costa de alejarnos del misterio, de la desnudez con que llegamos a la vida y con la que, finalmente, nos iremos siempre, por más que la ciencia estire cada vez más los límites naturales de nuestra existencia.
El comercial del omamori me fascina y horroriza a la vez. Es sencillamente fabuloso. ¿Por qué entonces soy incapaz de tomarlo con la misma ligereza con la que fue concebido? A diferencia de un simple juego, aquí hay una empresa que gana millones al vender ese simulacro de omamori que no es más que un simple USB. Un simple USB productor de más chatarra contaminante. Un USB del todo innecesario pues los programas antivirus pueden bajarse de Internet. Más contaminación, más basura, más dinero, más objetos en un mundo sobrepoblado de objetos innecesarios para la vida, disruptores de ecosistemas, pero indispensables para que la máquina productiva siga funcionando.
En la sociedad del simulacro ya nada es sagrado. Notre Dame parece una estación de tren a la hora pico. La altura de sus cúpulas no produce asombro. No nos tomamos nada demasiado en serio. La civilización del espectáculo acaba con el misterio y la reverencia ante aquello que no podemos comprender: banaliza todo, incluso aquella esfera que, por definición, se opone a lo banal: la vida del espíritu. "Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante sabio o chorro..." Lo mismo colegiala, geisha, pornógrafo o gran estafador. Para Norton -y al parecer para nosotros, espectadores-, todo es igual.
Escritora, su última novela es Busco un amigo
lanacionar