Tiempo de César Aira
Silvia Hopenhayn Para LA NACION
Preguntas difíciles: ¿cómo escribir una novela sobre el instante? ¿En cuántas páginas? ¿A qué velocidad? ¿Cómo hacerla transcurrir sin que se desvanezca su ímpetu? César Aira logra responderlas en Divorcio , su último libro publicado por Mansalva.
El instante es producto de una conjunción de historias, el resultado de lo que no se espera en un mundo que, según el narrador de esta novela, les rehuye a los desenlaces y a las desgracias. "¿Hay otra cosa que un momento? La atmósfera en que se vivía hacía inconcebibles los desenlaces (?) El consumo incesante de falsas historias (historias no interrumpidas por la desgracia) había embotado la percepción de la realidad."
Aira consigue despuntar tres historias que convergen en un instante y, al mismo tiempo, se desprenden de él. Este instante, como corresponde, es un accidente. Pero no un accidente trágico, sino de los que figuran en el repertorio de los percances cotidianos.
Es muy gracioso, casi de cine mudo (sería del caso, dado que el instante parece desprovisto de palabras): vemos a Enrique pasar con su bicicleta -"la pequeña hada de acero"- frente a El Gallego, un restaurante en el que, casualmente, se encuentran, en distintas mesas, su ex novia y su madre. El no las había visto, pero súbitamente el mozo, intentado enrollar el toldo luego de una copiosa lluvia, produce un efecto de embolsado y cae una ola gigante sobre la cabeza de Enrique.
En ese instante -el famoso instante-, Enrique es visto por los demás. Comienzan entonces a fluir pequeñas biografías de los espectadores del percance sufrido por Enrique.
La primera en exclamar un "¡Enrique!" es su ex novia. Tras un abrazo estrujado, nos enteramos del día en que se vieron por primera vez (una historia a lo Lewis Carroll, pero en Buenos Aires, en un incendio que duplica colegios).
Luego es el turno del narrador (recién divorciado, sólo por eso el arbitrario título de la novela, salvo que uno pudiera pensar que un pequeño accidente en la vía pública lo divorcia a uno de su realidad). La relación de Enrique con este personaje es superflua: acaban de cruzarse esa mañana en el hostal, pero no deja de ser llamativa la casualidad del encuentro.
Por último, siempre volviendo al incidente de las primeras páginas, como en una historia de Tarantino o de Spike Jonze, conocemos la historia de la madre de Enrique, una señora con la vida partida en, por lo menos, cinco partes. "Esta serie de vidas era inconexa, inesperada, intempestiva." Según ella, "esa supuesta multiplicidad significaba que no había tenido una vida de verdad [que es única por definición]."
Una ficción que postula el fin de los desenlaces y el cautiverio del instante no puede terminar sino deteniéndose. Como "un abrir y cerrar de ojos" (¡así acaba nuestro gran placer de leerla!). Es así. Las novelas de Aira suelen ser tan imprevisibles como sus ganas de contar algo diferente. Esta vez, apunta a Palermo Soho como escenario ("donde la fugacidad se procesaba y exhibía"), con su dilema del tiempo, de la negación, de la historia y de su enfant terrible , la moda.
Vale una última cita, a modo de iluminación aireana: "El tiempo era apenas la máscara que se ponía la eternidad para seducir a la juventud". ©LA NACION