Terminar con la corrupción, quemar las naves
Controlar la venalidad en la administración pública requiere un programa que sea política central del gobierno
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Ferdinand Marcos, presidente de Filipinas durante 21 años; Jean-Claude Duvalier, presidente de Haití de 1971 a 1986; y Nicolae Ceauçescu, dictador de Rumania entre 1965 y 1989, entre muchos otros gobernantes cuyos nombres podrían citarse, tienen al menos tres cosas en común. Todos se enriquecieron obscenamente a costa de sus pueblos; los tres violaron gravemente los derechos humanos para sostener su corrupción y, a su tiempo, cada uno de ellos fue derrocado por una rebelión popular.
No hace falta explicar lo que ocurre en Venezuela, donde una oligarquía corrupta encabezada por Nicolás Maduro y un ejército traidor a su mandato constitucional se han apoderado de la casi totalidad de las riquezas de su país.
La Argentina no ha llegado todavía a tales extremos –sobre todo en lo que se refiere a la violencia– pero la corrupción, por su volumen y características, se asemeja a esos tristes precedentes.
Está claro que mientras ese tipo de gobiernos están en el poder, ejercen un alto grado de presión sobre los órganos de control. El problema consiste en determinar si, cuando ellos concluyen, es posible controlar la corrupción de manera sostenible, de tal modo que la calidad de la Administración no dependa exclusivamente de la virtud de los funcionarios.
La respuesta es sí, pero se requiere un programa que tome la materia como una política central del gobierno y no como un área más en el organigrama administrativo.
La corrupción es directamente proporcional a la facilidad para hacer una transacción contra los intereses del Estado e inversamente proporcional a la posibilidad de que el acto ilegal sea descubierto y a la certeza del castigo.
Si aceptamos esta fórmula, los siguientes pasos consistirán en desmontar las oportunidades de corrupción que hay en las regulaciones públicas, por un lado y, por otro, en multiplicar las formas de control.
Buena parte de las oportunidades de corrupción reside en la profusión de trámites burocráticos. Cada una de esas trabas representa una ocasión para que un funcionario corrupto venda el acceso a un atajo.
La Argentina es un país colmado de regulaciones inútiles. Un futuro gobierno debería invitar a los ciudadanos a contarle, por vía de las redes sociales, todos los pasos innecesarios que deben seguir para trabajar, para montar una empresa o un negocio, para construir o, simplemente, para acceder a un beneficio legítimo.
Con la información en la mano, los gobernantes tienen el deber de desarmar regulaciones innecesarias, porque toda regulación inútil es un daño que se inflige a la salud mental de un pueblo.
No todas las reglas sobreabundantes favorecen la corrupción, pero aun aquellas que no lo hacen van creando un clima de incordio, aversión a la ley e incomodidad para las inversiones. Las leyes deben ser amigables, de fácil cumplimiento y sin excepciones.
En la República de Chile, con la transformación que impulsó en su momento el presidente Sebastián Piñera, los funcionarios tienen prohibido exigir al ciudadano un documento que alguna vez haya sido emitido por el propio Estado o que en alguna oportunidad el ciudadano haya entregado a la Administración Pública, cualquiera fuere el tiempo transcurrido. La Argentina, en cambio, está saturada de procedimientos que obligan a las personas a presentar constancias que están en poder del mismo Estado que las requiere.
Una vez despejada la maraña de reglas sobreabundantes o abrumadoras, debería sellarse un pacto de confianza con la ciudadanía; un acuerdo por el cual quede en manos de los particulares la habilitación de sus propios negocios, emprendimientos y permisos, en lugar de hacerlos pasar por peajes infinitos de la burocracia pública.
Existe una cantidad innumerable de trámites susceptibles de ser habilitados por profesionales libres elegidos por los particulares, con el aval de los colegios corporativos de cada disciplina. Otros, más simples, podrían incluso concluirse mediante la declaración jurada del interesado. El contrapeso de semejante libertad sería un sistema de graves sanciones administrativas y penales, de cumplimiento efectivo, para el supuesto de certificaciones indebidas o declaraciones juradas falsas.
En los países donde la mentira es severamente castigada, esto ocurre porque las declaraciones juradas y la confianza que ellas respaldan constituyen un eje central del funcionamiento del sistema económico y administrativo.
Esta filosofía de la confianza, contrariamente a lo que podría suponerse, es la más adecuada a las naciones donde se registra una baja calidad ética en la Administración.
El control aleatorio de aquello que los particulares ya hicieron por sí mismos demanda equipos más reducidos que el control previo, con cientos de oficinas que otorgan permisos que terminan convirtiéndose en peajes corruptos. Esas oficinas deberían ser desmanteladas para concentrar más bien el esfuerzo en la convocatoria a equipos de alta capacitación y nivel ético que se dediquen al control posterior.
A esta solución podríamos denominarla “quemar las naves”, una táctica audaz que tanto Hernán Cortés en el siglo XVI como Alejandro Magno en el siglo III (a.C.) llevaron a cabo a fin de evitar una vuelta atrás de sus soldados y de sus proyectos.
Por otro lado, los canales abiertos para denuncias anónimas, así como la protección administrativa de los funcionarios que se atreven a denunciar a cara descubierta, sirven para multiplicar las fuentes de información de la autoridad de control. Ambos mecanismos fueron implementados y dieron excelentes resultados durante la gestión de la ministra Patricia Bullrich en Seguridad.
Así y todo, el control gubernamental no resulta suficiente. Los Estados Unidos aumentaron exponencialmente la supervisión mediante la regla del Qui Tam, que permite a un particular litigar a su riesgo, mediante una demanda civil, para recuperar dinero pagado en exceso por el Estado. Si tiene éxito, obtiene entre el 15% y el 25% de lo recobrado. Cada año vuelven al tesoro público cientos de millones de dólares perdidos por corrupción o por mala praxis. Hay organizaciones privadas de todo tipo vigilando el movimiento del dinero gubernamental y obteniendo buenas ganancias de esa actividad.
Todo podría verse facilitado hoy con el uso de tecnologías informáticas como blockchain, la misma que se utiliza para los bitcoins y otras criptomonedas. Este sistema permite almacenar y replicar información en infinitas terminales de la red. Los datos se vuelven así accesibles, descentralizados e inalterables, ya que no pueden ser cambiados en un nodo sin modificar la totalidad de ellos, lo cual es imposible. Por ese motivo, blockchain podría ser utilizado para el seguimiento de compras gubernamentales, registro de inmuebles, habilitaciones, asientos contables, stocks en hospitales o trazabilidad de la vacunación, entre muchos otros ejemplos.
El gobierno anterior había comenzado a avanzar en la implementación del blockchain en algunas áreas, al nivel de varios países desarrollados, pero la actual administración congeló todos los proyectos.
El ataque a la corrupción es como la lucha contra un virus, que muta cada tanto y exige nuevas vacunas y mejores remedios. Lo mismo que en la medicina, lo peor es la inacción.