Teorías para explicar todo: conspiraciones
La revista británica The Economist repasa las más difundidas hipótesis conspirativas e interpreta los motivos de su extendida popularidad, en especial, en las sociedades con poco acceso a la información libre
¿Quién estrelló esos aviones contra las Torres Gemelas? Israel, sin duda. El servicio de inteligencia israelí, Mosad, sabía que su país se beneficiaría si recrudecía la hostilidad norteamericana hacia los árabes, que fueron embaucados para sufrir las consecuencias de un delito cometido por otro. Poco después del 11 de septiembre de 2001, en las calles árabes únicamente se hablaba de que sólo el Mosad pudo haber logrado semejante precisión mortífera. La confirmación fue encontrada en un inventado informe acerca de que a 4000 judíos empleados en las torres les habían avisado que no fueran a trabajar ese día.
Esta no fue la única teoría de ese tipo que circuló por ahí. El decano de los eruditos egipcios, Hassanein Heikal, culpó a los serbios, advirtiendo que estaban furiosos por perder Kosovo. Otros señalaron a ciertos extremistas nativos al estilo del que perpetró el atentado de Oklahoma, o aludieron a una conspiración por parte del complejo industrial-militar norteamericano, siempre ávido de nuevos enemigos para promover sus presupuestos de defensa.
En un bar de El Cairo, un individuo comentó que el culpable evidentemente no fue la organización Al-Qaeda sino más bien algo llamado Al-Gur. ¿Era eso acaso una banda aun más sanguinaria y violenta que la de Ben Laden? No. Afinando el oído, pudo saberse que ese maligno Al-Gur estaba resuelto a vengar no algún perverso desacierto geográfico yanqui sino el robo de las elecciones presidenciales de 2000. "Es obvio -declaró ese filósofo de café-. ¿Quién más pudo haber querido perjudicar a Bush si no su adversario, el ex vicepresidente Al-Gur?
Los ciudadanos de El Cairo pueden ser hábiles para urdir escenarios diabólicos, pero no son los únicos. Más al sur, muchos africanos desdeñan el criterio tradicional de que el virus causante del sida tuvo su origen en los monos. Todo fue tramado en un laboratorio químico norteamericano, por supuesto, para matar a gente de raza negra.
Muchos asiáticos, incluyendo al primer ministro de Malasia, culpan a un grupo de financistas judíos de provocar el colapso de sus economías en 1997. Algunos judíos, por lo pronto, comparan a la organización Amnesty International, que frecuentemente critica a Israel, con el partido nazi. En la India, ciudadanos crédulos ven la mano de los servicios de inteligencia paquistaníes detrás de todo lo que sucede, desde accidentes ferroviarios hasta el arreglo de partidos de cricket, y muchos ciudadanos de Paquistán hacen lo propio y devuelven el cumplido. Slobodan Milosevic declaró ante el tribunal de La Haya que en 1995 la masacre de 7000 musulmanes en Srebrenica fue obra no de milicianos serbios sino del servicio de inteligencia francés. Menos extravagantemente, el gobierno de China lanzó una cruel campaña para aplastar el Falun Gong por creer que ese movimiento, cuyo objetivo declarado es mejorar la salud tanto física como espiritual de sus fieles, representa un culto peligroso dispuesto a subvertir el Estado.
La muerte de JFK
A los norteamericanos también les gusta una buena conspiración. El asesinato de John F. Kennedy todavía genera una industria próspera en todos los planos con una frondosa cantidad de sitios en Internet, libros, una película de elevado presupuesto y todo un vocabulario de secretos y misterios. Una encuesta realizada en 1991 reveló que, tres décadas después del asesinato, el 73 por ciento de los norteamericanos aún pensaba que JFK había sido víctima de una conspiración.
Esas fabulaciones no son nada nuevas. Los llamados panfletistas norteamericanos de los noventa del siglo XVIII advertían acerca de una maquinación por parte de los ateos y libertinos libremasones e iluminados para elaborar y plasmar un té abortivo y "un método para llenar un dormitorio de vapores pestilentes". El libro de mayor venta de la década del treinta del siglo XIX trató de una jugosa y picante confesión de una monja arrepentida que detalló un plan de los católicos para degradar las virtudes protestantes. Más o menos en esa época, Samuel Morse, más conocido como el inventor del código que lleva su nombre, reveló un plan austríaco para consagrar a un príncipe Habsburgo como emperador de los Estados Unidos. En el siglo XX, los norteamericanos temían más a los comunistas que a las monarquías; de allí las cacerías de brujas de Joe McCarthy y la popularidad del padre Charles Coughlin, que advertía a las audiencias radiales que "los masones y los marxistas rigen el mundo".
En Under Western Eyes , Joseph Conrad escribió que "para nosotros, los europeos occidentales, todas las ideas sobre maquinaciones y conspiraciones políticas parecen vulgares inventos infantiles para el teatro o una novela".
Algunos académicos modernos van más allá y sostienen que la costumbre de pensar en conspiraciones es una especie de enfermedad o síndrome. El "pensador paranoico", según instruye un material de un curso de la Universidad de Rhode Island, es "rígido, cobarde y se siente como una víctima". Esto contrasta con los rasgos característicos del "pensador racional", que es "abierto, flexible, dotado, fuerte".
Daniel Pipes, autor de dos libros teóricos sobre la conspiración, describe las grandes teorías clásicas, como aquellas acerca de las maquinaciones masónicas, sionistas o papistas para dominar el mundo, como "una forma bastante literal de pornografía (aunque política en lugar de sexual). Los dos géneros se popularizaron en la misma época, en los años 40 del siglo XVIII. Ambos constituyen literaturas secretas que a menudo deben ser distribuidas clandestinamente. Los académicos que los estudian tratan de analizarlos y discutirlos sin propagar sus contenidos: con asteriscos y guiones en el primer caso y con breves extractos en el segundo. Las teorías conspirativas por diversión estimulan agradablemente al hombre mundano tanto como lo hace el sexo por diversión".
Cuando es verdad
Creer en conspiraciones no es necesariamente ridículo. Algunas son reales. Por ejemplo, el Holocausto ocurrió, aunque pocos lo creían antes de que los campos de concentración fueran liberados.
La gente de negocios también conspira. Adam Smith, un hombre que, para The Economist, merece un respeto considerable, escribió en cierta oportunidad: "La gente de la misma actividad comercial muy rara vez se junta, ni siquiera para divertirse en fiestas, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público".
Sin embargo, que algunas conspiraciones sean reales no significa que todas lo sean. Como herramienta para explicar de qué manera funciona el mundo, el conspiracionismo tiene ciertas desventajas. Inhibe la confianza: si todos los demás se proponen dominarlo a uno, mejor entonces no tener nada que ver con ellos. Hace menguar el optimismo: si "ellos" están seguros de frustrar nuestros planes, ¿para qué molestarse en hacer algo? Y, por supuesto, conduce a cometer errores, como la creencia, anteriormente extendida entre los africanos, de que los profilácticos eran otro ardid para reducir sus poblaciones.
De modo que, ¿cuál es la atracción que ejercen las conspiraciones? Para los iniciadores es fácil de asimilar. En las sociedades insuficientemente instruidas, eso lo hace atractivo. Además, es imposible de refutar porque cualquier hecho que no encuadre en la teoría puede ser desechado como un truco por parte de los conspiradores para despistar con falsos indicios a la gente común.
Información y rumor
En los países con sistemas políticos autoritarios, el rumor es frecuentemente la única alternativa frente a las fuentes informativas oficiales. Si la gente de esos países recuerda haber caído presa de verdaderas conspiraciones, acaso tienda a atribuir a una causa similar la aparición de nuevas desgracias.
Consideremos la región del Medio Oriente. Las propias fronteras de países como Jordania, Siria y el Líbano son producto del acuerdo Sykes-Picot de 1916, un convenio de Gran Bretaña y Francia para dividirse la región entre ellas, pese a las anteriores promesas británicas de conceder a los árabes la condición de Estado. En 1917, una Gran Bretaña apremiada por la guerra trató de congraciarse con el creciente movimiento sionista prometiendo una "patria nacional judía" en Palestina. Los palestinos no fueron consultados y el Estado de Israel fue creado 30 años después. No es de extrañar que los palestinos miren el mundo a través de una lente que refleja su condición de víctimas.
En el mundo occidental, las teorías conspirativas por algún motivo tendieron a fracasar y de ese modo se diluyen de la imaginación popular. ¿Quién se enfada hoy por la Conspiración de la Pólvora de 1605, cuando un grupo violento de católicos no logró hacer volar en mil pedazos el Parlamento inglés?, ¿o por los frustrados alzamientos carlistas en la España del siglo XIX?, ¿o por los anarquistas europeos que asesinaron a siete jefes de Estado a fines del siglo XIX, en vano?, ¿o por el escándalo de Watergate? En cambio, en Irán la gente todavía arde de ira por el golpe de Estado, promovido por la CIA, que en 1953 derrocó a Mohammed Mossadegh.
Culpar a otros de los errores propios puede, emocionalmente, causar satisfacción, pero es un consejo dictado por la desesperanza. La periodista Stella Orakwue escribió en la publicación New African que "actualmente, Africa tiene que mantener su déficit para que Europa y los Estados Unidos puedan mantener su obscena riqueza". Puesto que menos del 2 por ciento del comercio global corresponde a Africa, difícilmente sea ésa una explicación adecuada de la causa por la que Occidente es rico y Africa es pobre.
En casos extremos, las teorías de la conspiración pueden costar vidas. Ben Laden auténticamente parece pensar que está haciendo frente a un embate sionista-cristiano contra el islam. Hitler creía sinceramente que estaba librando al mundo de una amenaza judía. Muchos serbios estaban persuadidos de que los musulmanes de la ex Yugoslavia se proponían exterminarlos. Y en Ruanda, muchos guerreros hutus -a quienes sus jefes tribales les advirtieron que los tutsis tenían previsto asesinarlos- se alegraban de acatar órdenes para contrarrestar esa inminente amenaza.
Traducción: Luis Hugo Pressenda.