“Tener razón”: el objetivo más anhelado y, a la vez, el más inútil
Ojalá alcanzara con la razón, pero no, no alcanza. De hecho, en los vínculos humanos, si bien tener razón es de las cosas más anheladas que existen, es, a la vez, de las más inútiles.
Eso de ir imponiendo razones por allí, con la convicción de los conversos, es el mejor camino al infierno. Y a las pruebas nos remitimos: la vida y la profesión nos han hecho testimoniar batallas de razones y más razones que van guiando a las personas hacia la zona oscura, sin poderse salir de la trampa de la discusión perpetua.
Tenemos una suerte de fetichismo respecto del “tener razón”, el que nos juega una mala pasada a la hora de tramitar los desacuerdos o tomar decisiones en conjunto. La idea de que el argumento “coherente” es sinónimo de verdad total hace que se desvíe el eje de las conversaciones. En esos casos, las personas, en vez de ayudarse sumando perspectivas, vuelcan su energía hacia el armado de los más blindados razonamientos con el fin de aplastar los de los demás.
Si se desea testimoniar un ejemplo de lo dicho, el lector puede darse una vuelta por Twitter y entenderá a qué nos estamos refiriendo. Allí, a modo de ejemplo de las batallas argumentales que a nada conducen, vemos cómo gente que no se conoce ni le importa el prójimo “distinto” dispara argumentos mezclados con insultos, ganando la razón a fuerza de defenestración del otro.
Lo realmente dramático ocurre cuando esa forma de hacer las cosas que vemos en Twitter se da en espacios afectivos significativos. Allí duele mucho más, y el daño, sin dudas, es mayor.
Verdad antes que coherencia
Yendo a estos escenarios más cercanos, y para dar un ejemplo de una posible salida de esta trampa, proponemos al lector que recuerde cómo terminaron sus discusiones de pareja últimamente. Es posible que se dé cuenta de que raramente finalizaron de buena forma por el hecho de haber logrado imponer su razón a fuerza de “lógica”, sino por la irrupción de otras dimensiones a la ecuación, generalmente más emocionales.
Habitualmente, las discusiones que lograron llegar a buen puerto son las que apuntaron más a la "verdad de las cosas" (incluso la verdad afectiva de los participantes) que a la coherencia de los argumentos. Argumentos coherentes hace cualquiera; lo realmente difícil es hacer sustentables las relaciones humanas, habitadas por aquellas razones del corazón que la razón no entiende. Dicen los que saben que la razón es un instrumento para acceder a la verdad, pero no es la verdad en sí misma.
Si la “verdad” es que usted anhela llevarse bien con la persona a quien quiere, no será imponiendo razones que logrará tal cometido. Si hace esto último se volverá aburrido, prepotente y lo tildarán de egoísta, no le quepan dudas. Le recomendamos para el caso que a la hora del intercambio de perspectivas deje algunas rendijas a través de las cuales puedan pasar sus ganas de estar en paz con el otro.
Podemos decirle que, más tranquilos usted y su interlocutor, sea dentro de un rato o de un año, esos argumentos, blandidos hoy como absolutos, se habrán aflojado y no parecerán tan importantes.
Como decíamos antes, las discusiones suelen terminar (o ir terminando), para bien o para mal, con la aparición de las emociones y sentimientos que se comparten. De hecho, las reconciliaciones suelen ser más emocionales que argumentales. Por eso la palabra concordia etimológicamente tiene que ver con “cor”, que significa corazón. Y también por eso acá va otro consejo: si la vida lo pone en la encrucijada de tener que elegir entre la razón o la concordia, elija la concordia. Se lo decimos de corazón.