Tecnología. El riesgo de aislarnos detrás de las pantallas
LAUSANNE, Suiza
El padre de Yiro repite dos veces por día el mismo gesto: deja una bandeja con comida en el piso delante de la puerta de la habitación de su hijo. Yiro entreabre la puerta, hace entrar la bandeja y al rato la devuelve. Pueden pasar meses sin que padre e hijo crucen una mirada. Ya no hay lugar para recriminaciones o consejos.
Muchos de los jóvenes que sufren del trastorno llamado hikikomori estaban, al terminar el secundario, bajo la presión de una carrera intensa y les costaba asumir la competencia agobiante por el éxito. Los colegios en Japón, y en muchos otros países, son hoy verdaderos laboratorios donde se empuja a los adolescentes a "pelear por su futuro", a "ser los mejores" y a "tener éxito en la escuela para tener éxito en la vida". Se le pide al alumno un esfuerzo permanente para estar a la altura de las exigencias, como señala el sociólogo francés David Le Breton. Hay que permanecer en la carrera sin quedar relegado respecto de los otros. El éxito escolar es esencial para gozar después de un buen estatus social.
Muchos de estos adolescentes o jóvenes adultos, sometidos a una tensión que parece no tener fin, colapsan y se insensibilizan, como si algo en ellos se hubiera consumido o vaciado por completo. Rompen los lazos que los ligan con las cosas y con los demás. Rechazan todo contacto y se encierran en su habitación o no salen de su departamento durante años. Buscan de este modo alejarse de las turbulencias del mundo, rechazando el sagrado rendimiento escolar, el compromiso laboral y hasta las necesidades primarias de la vida social. Eligen una forma de autismo, sin otra relación social que la que proveen las pantallas. Los que padecen de esto comparten el sentimiento de haberlo dado todo, de haber derrochado toda su energía, de haber quedado vacíos.
Según una encuesta del gobierno divulgada por la BBC el año pasado, hay más de 500.000 japoneses en esta situación, la gran mayoría varones. Pero esta huida de los lazos sociales se extiende mucho más allá de Japón. Estos jóvenes adultos pasan sus días enfrente de la televisión o jugando a videojuegos. Duermen mucho, instalados en una vida inmóvil y autocentrada; todo a través del filtro de sus computadoras. Entran en diálogos interminables con otras personas que carecen de rostro, pues rechazan enfrentarse cara a cara con un otro a causa del riesgo del encuentro. Sus cuerpos son un defecto de la existencia, mientras viven como monjes rodeados de la tecnología más reciente y poderosa.
Hoy la pandemia de coronavirus está provocando nuevas formas de abandono y de desaparición de sí muy cercanas al hikikomori. Según un estudio de Malakoff Humanis realizado en mayo, es decir durante el confinamiento estricto en Francia, el 84% de los teletrabajadores franceses deseaban seguir trabajando a distancia. En la misma línea, el 85 % de los directores de recursos humanos juzgaban beneficioso mantener el teletrabajo. Estudios más recientes citados por el diario Le Monde estiman estas cifras alrededor del 50 %. Siguen siendo muy altas.
Al menos el 50% de la población laboral activa desea no volver al lugar del trabajo, es decir, prefiere cortar buena parte de sus relaciones con el mundo, conservar la dinámica del aislamiento y manejarse casi exclusivamente por medio de la tecnología disponible. En estos tiempos inciertos, son muchos -y de perfiles diversos- los que optarían por permanecer confinados, por mantener la propia existencia como una página en blanco para no correr el riesgo de verse implicados, salpicados, tocados por el mundo. Son muchos, demasiados quizá, los que buscan la ausencia, quedar fuera de circuito o fuera de juego. Optan por abandonar el intercambio, ¿suponiendo acaso que no tienen nada para decir o para dar? En alguna medida, esta disposición parecería inspirarse en la ascética estoica, con la diferencia, no menor, que no busca perfección moral alguna. ¿Qué sucede con el tejido del mundo, que en muchos casos insta a abandonar el compromiso con la propia existencia?
Deberíamos tener en cuenta que estar con los otros no es algo que viene a agregarse como un accidente a nuestra existencia. Somos también este "estar-con los otros". Existir es un "estar-con". El estar-con nos determina existencialmente, incluso cuando no hay un otro que de hecho esté ahí. También el estar solo es un estar-con en el mundo. El estar aislado es un modo deficiente del estar-con. Pero también, el hecho de estar solo no cesa porque otra persona, o cien, se hagan presentes "junto" a mí. Aunque todos ellas, y aún más, estén ahí, bien podríamos seguir estando solos. El estar-con y el convivir y el cohabitar no se fundan en la proximidad de varios sujetos, sino en la voluntad de dejar comparecer, en nuestro mundo, al otro.
Hay todavía una dimensión más que el confinamiento pone en jaque: nuestras relaciones con los otros transforman el mundo. La única posibilidad de espera, de proyectarnos de otro modo, de cambio o de mejora reside en nuestro estar compartido. Existir es cohabitar.
Filósofo DEA UNED Madrid; licenciado en Derecho y Ciencias Políticas