Un viaje hacia los ancestros
Enfrentar los miedos, resistir el encierro, el calor y conectar con la Madre Tierra en una ceremonia en un temazcal
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Todo fue por una coincidencia. Yo había ido por dos días a la ciudad de México para entrevistar a una influencer italiana y mi hermana había estado dando clases en Guanajuato y venía peregrinando por Oaxaca, Puebla, Chiapas.
Jimena es lingüista, profesora de lengua y literatura. Vive en una pequeña localidad de la Patagonia y nos vemos cada tanto. Hacer un plan juntas, las dos solas, era algo que no nos sucedía desde que dejamos de ser sólo hijas, cuando ambas formamos nuestras propias familias. Estar al mismo tiempo ahí era una casualidad para aprovechar.
La aventura que nos esperaba fue idea de ella. Propuso ir a Teotihuacán para conocer las ruinas prehispánicas y experimentar allí una práctica ancestral que prometía purificarnos. Se llama temazcal, una palabra que proviene del náhuatl y significa “casa donde se suda”.
Llegamos temprano al alojamiento que había reservado. Era un rancho austero en un terreno amplio, donde una familia había creado un entorno sustentable, lleno de animales sueltos y algunas chocitas de adobe –redondas y pintadas con colores– donde consumaban prácticas espirituales que les habían sido legadas por sus ancestros.
La señora Amparo, una anciana que había pasado toda su vida en ese lugar donde estábamos, nos contó que éramos las únicas huéspedes y se sorprendió cuando consultamos a qué hora podríamos tomar un temazcal. Lo preguntamos así, como si fuera un Campari, sin tener ni idea de que los ritos se oficiaban en noches de luna llena o que los preparaban especialmente en retiros, para grupos grandes.
No tuvimos que insistir demasiado para que entendiera que era un sacrilegio irnos con el alma vacía. Accedió a hacer, excepcionalmente, un servicio privado para nosotras.
Dejamos todo y fuimos a recorrer la zona arqueológica. Visitamos el Templo de Quetzalcóatl y adoramos a las serpientes emplumadas. Trepamos la pirámide de la Luna y la del Sol, donde copiamos a los turistas y cargamos de energía las piedras de unos collares que nos había regalado papá.
Caminamos hasta el agotamiento y repasamos la historia: la azteca y la nuestra. Hablamos sin parar, nos pusimos al día de los acontecimientos personales y comentamos los familiares. Excavamos las ruinas de nuestra genealogía: nos consolamos por el dolor, agradecimos y nos reímos también.
Atardecía cuando volvimos al rancho y encontramos todo listo para el rito de purificación. Amparo, su marido y sus dos hijos adultos nos esperaban para encender el fuego.
Nos invitaron a entrar a una especie de horno de barro pequeño, pero a escala humana. Detrás nuestro ingresaron los tres varones de la familia de chamanes y fueron recibiendo a “las abuelitas” -como llamaban a las brasas encendidas-
Mi hermana estaba entusiasmada y reconocí en ella a la nena que fue. Yo, en cambio, oscilaba entre la curiosidad y el terror. Imaginaba escenas perturbadoras y me raptaba la convicción de que, en cualquier momento, estas personas -desconocidas, al fin y al cabo- iban a ofrendar a los dioses nuestra sangre hermanada.
Nos invitaron a entrar a una especie de horno de barro pequeño, pero a escala humana. Detrás nuestro ingresaron los tres varones de la familia de chamanes y fueron recibiendo a “las abuelitas” -como llamaban a las brasas encendidas-. Después, las plantas medicinales –”no alucinan ni son droga”, aclararon–, hojas de aloe vera cortadas por la mitad, instrumentos de música artesanales y unas gigantes plumas de ave.
Amparo quedó afuera. “Por si alguna no tolera y necesita salir”, dijo y sentí una claustrofobia que no padezco. Cerró la puerta y el temazcal se hundió en una oscuridad absoluta que jamás había percibido. No quedaron figuras ni bordes. Las brasas, abanicadas por las plumas, irradiaron un calor sofocante que iría aumentando.
Nos desafiaron a enfrentar el miedo, a resistir el encierro y a conectar. Empezaron los rezos, los cantos, las intenciones. Era escuchar y vibrar, nada más.
“El vientre de la Tierra –dijeron–, renacer desde el origen”. Entramos en catarsis con ellos. Fue una catarsis suave como el lomo de un gato y liviana como el aire que empezaba a faltar. Transpiramos como locas. Nos untamos el cuerpo con las refrescantes babas del aloe vera y recordé a mis hijos al momento de nacer. Nos miré sin asco, con fascinación. Terminamos exhaustas.
Se abrió la puerta, salimos como entramos (gateando), nos duchamos y fuimos a dormir sin decir nada. Al día siguiente nos despedimos con un abrazo mudo, Jimena siguió su camino y yo el mío.
Pasaron los años y nunca nos contamos cómo había vivido esa noche cada una. Ni fue necesario: no habían sido experiencias individuales sino una misma en dos cuerpos.