Los diseños de una época
Como obras de arte, la ropa y las historias de quienes la lucieron también merecen un lugar en las salas de un museo
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Cuando habla de su abuela es tan preciso que parece que la estuviera viendo. Quizás por los adjetivos que selecciona para describirla, o tal vez por la entonación con que los pronuncia. “Distinguida”; “de nivel”, “exquisita”. Mauro Herlitzka acentúa sin disimulo los detalles de opulencia de su ascendiente. Cuenta que la casa que habitaba era de 1700 m2, tenía jardín y tres plantas, que había once personas de servicio y chofer a disposición; que recibía visitas “muy importantes” a diario y que la filantropía era parte de la cotidianidad.
El buen gusto, la influencia y el estilo de vida propio de las referentes sociales de la época son perlas de un collar que, en el relato, su nieto va engarzando para volver a abrazarla a través del tiempo.
Sofía Charpentier de Herlitzka fue una clásica mujer de alcurnia porteña en las primeras décadas del siglo XX. Inmigrante proveniente de Francia, formó una familia junto a un ingeniero de origen italiano que se había instalado en la Argentina como director delegado de la Compañía Alemana Transatlántica de Electricidad.
Se conocieron en alta mar, a bordo del buque Cap Blanco que partió de Liverpool con él, pasó por Burdeos donde subió ella y llegó a Buenos Aires donde ambos ya residían por separado y, juntos, desplegaron una vida esplendorosa a partir de 1904.
Mauro Herlitzka la reconstruye. Recorre la vivienda de sus abuelos que fue demolida en los años 70. La casona ubicada Arenales entre Carlos Pellegrini y Cerrito fue arrasada junto a tantas otras para dejar lugar a la Avenida 9 de Julio.
Allí dentro, la pasión coleccionista y el refinamiento estético de Sofía Charpentier lo impregnaba todo: desde las valiosas obras de arte hasta la vajilla, el mobiliario y las prendas de vestir que lucía con tanta devoción como elegancia.
Allí dentro, la pasión coleccionista y el refinamiento estético de Sofía Charpentier lo impregnaba todo: desde las valiosas obras de arte hasta la vajilla, el mobiliario y las prendas de vestir que lucía con tanta devoción como elegancia.
La misma pasión que heredó de su abuela, lo empujó a Mauro a dedicarse al universo del arte; fue uno de los creadores de Fundación Espigas, lleva adelante la galería Herlitzka + Faría, es coleccionista y, también, donante. Su último aporte es el que nos invita a evocar a Sofía.
Ahí está ella: posa sobre el césped con el kimono blanco. Podría situarse en Buenos Aires o en Turín, Italia. No se sabe. Parece algo incómoda. Quizás se siente exigida frente a esa cámara fotográfica que va a tratar de capturar su charme. Se sabe que es 1908 y que está embarazada de su primer hijo Mauro Herlitzka, el padre de quien hoy la recuerda.
El kimono es de seda; está cosido a mano, bordado con hilos de seda y metal, tiene dibujos y estampas con la técnica de esténcil (katazome): tortugas, peces, crisantemos, hojas de vid, bambúes. Son símbolos de buena suerte. Fue confeccionado en Japón y seguramente comprado en Europa.
Fue una de las innumerables joyas del guardarropas de Sofía. Posiblemente colgado en una percha de madera, el kimono compartió espacio con los vestidos taylor made firmados por la modista Arriete y los boleros de diseño, junto a los sombreros y cofias, las carteras, los abanicos, las plumas y los zapatos, también confeccionados a medida para ella.
Estas son actualmente piezas de museo; fueron donados por Mauro Herlitzka y ya forman parte del acervo de la Historia del Traje. Migraron del universo funcional y privado al ámbito colectivo de la cultura.
La donación incluye también fotografías y retratos encargados por la familia a grandes pintores del momento.
Está el kimono y está la foto de ella con su kimono. Está el vestido negro de Arriete y está el cuadro que la muestra a Sofia engalanada con él. Son prendas que, contextualizadas, expresan un espíritu de época general y una vida particular.
Se escucha así un discurso con muchas voces: la de quien diseñó la vestimenta, la de quien la plasmó en una obra, la de quien la lució y le dio identidad, la de quien la patrimonializó; habla el cuadro, el vestido, habla el nieto, el museo, habla ella. Y así la obra de arte termina siendo el diálogo –entramado a través del tiempo y los espacios– que orbita en torno a la biografía de una mujer y la trasciende hacia una historia compartida.