Subjetiva. La intimidad de las damas
El vestuario de mujeres es ese lugar donde perfectas desconocidas traman una complicidad por fuera del trajín diario
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Girar el molinete y pasar. Caminar hasta la escalera. Subir un piso. Y allá está el cartel, el que tiene el ícono de la niña con falda equilátera, que señala el inicio del territorio: un universo paralelo reservado a las mujeres. Es diferente, o quizás no tanto, al de la puerta de al lado que está marcada con el niño en shorts. Ahí “nosotras” tenemos prohibido el acceso.
Al ingresar en el espacio que nos asignaron, se percibe, como una cachetada, la bocanada de vapor; se respira un aire pesado y tibio. Hay olor a cloro, a sudor, a champú.
De inmediato, llega el particular sonido: se escuchan voces superpuestas, rebotan en la superficie de los azulejos y hacen flamear un eco confuso que compite con el repiqueteo de las gotas que viene desde las duchas.
Después están los cuerpos: la materia encarnada que le da sentido a este templo cuya religión se comulga en la fuerza y el movimiento.
Las deportistas amateurs se miran y se muestran. Tarde o temprano, todas fisgonean: se comparan, se miden. Con envidia, con complacencia, con respeto, con curiosidad, con camaradería, con misericordia, con naturalidad. Es que lo que se pone al descubierto es mucho más que anatomías diversas; también se revelan historias, identidades y costumbres.
Allí están los pliegues rugosos de las más añosas, las manchas, las cicatrices como huellas: una cesárea, algo que se parece a apendicitis, una operación de corazón, un accidente –probablemente de la infancia–suturado, un tatuaje que fue arrancado para borrar vaya una a saber qué. También están los que perduran brillantes como de tinta recién inyectada; son letras, flores, animales, un ying-yang. Sorprende ver los dibujos que se estiraron con el tiempo y es evidente que mutaron completamente desde su forma original.
Las siluetas esmirriadas y rellenas, las que se notan turgentes o blandas. Las cirugías estéticas que con sus prótesis desafían la ley de gravedad se reiteran como insignia común. ¿Un disfraz? ¿Una coraza? ¿Un accesorio perpetuo? ¿Simplemente un derecho de autodeterminación?
Las siluetas esmirriadas y rellenas, las que se notan turgentes o blandas. Las cirugías estéticas que con sus prótesis desafían la ley de gravedad se reiteran como insignia común. ¿Un disfraz? ¿Una coraza? ¿Un accesorio perpetuo? ¿Simplemente un derecho de autodeterminación?
Las pieles blancas, morenas, olivadas. Con pecas, con várices o arañitas, con estrías, celulitis, moretones y esas superficies lisas, sin lo que muchos consideran “imperfecciones”. Algunas mujeres circulan de aquí para allá vestidas solo con una minúscula tanga, en topless. Otras, pudorosas, envueltas en un toallón inmenso que no sueltan jamás; se convierten en contorsionistas mientras intentan ponerse un vestido debajo de toda esa tela pesada.
Frente al espejo hay mujeres que maquillan sus ojos a través de los anteojos. Están las que –mimosas– se embadurnan lentamente todo el cuerpo con crema. Las que se perfuman apenitas, las que no salen sin un brushing impecable y las que apuntan el secador de pelo entre los dedos de los pies. Las que llevan ropa interior debajo del traje de baño, las que usan doble corpiño para hacer gimnasia. Las que combinan los colores de las piezas, las que no. Las depiladas, las peludas.
Están las que se pesan y dialogan en silencio con la balanza: furiosas como si fuera la culpable o agradecidas como si se tratara de una amiga. Las que se sacan mil selfies frente al espejo y con impunidad ponen cara de “me descubriste arreglándome el top”.
Las reglas tácitas de la convivencia no siempre se cumplen. Algunas ocupan demasiado espacio cuando desparraman sus bolsos, prendas y productos por todo el banco. Están las que hablan por teléfono a los gritos y hacen públicas sus conversaciones: de trabajo, familiares, amorosas. Y cuando llegan en patota las compañeras de aqua gym, la estridencia charlatana aumenta el volumen. Con sus cuentos animan la fiesta de todas.
Antes y después de ir a la clase, o a hacer bicicleta, a correr en la cinta, a nadar o levantar pesas. La rutina se repite de la mañana a la noche en esta porción de espacio íntimo que compartimos mujeres –la mayoría, desconocidas– cada vez que coincidimos en el vestuario de damas y, sin elegirnos, nos mostramos desprovistas de la vestimenta social y de las armaduras con las que nos exponemos al mundo cada día.