La extinción del omelette surprise
Un postre antiguo, difícil de encontrar en los menús de los restaurantes, revive los sabores de la infancia
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Una nube de merengue tibio. Después, una capa de esponjoso pionono. Y, por último, lo más esperado: el shock frío del helado de crema. Una explosión de sabor y texturas capaz de desorientar al paladar. ¡Cómo me gustaba! El momento en que el postre llegaba a la mesa era una fiesta. Se celebraba casi todos los sábados al mediodía en el restaurante Lo Prete del barrio Monserrat. Es una escena repetida de mi infancia. Mi papá alimentaba el entusiasmo propio contagiándonos a mi hermana y a mí: fanáticos incondicionales del omelette surprise.
Cuatro décadas más tarde, en una tarde de sombría pandemia, acompaño a mi padre en su encierro y le propongo: “Cuando termine el aislamiento tenemos que volver a comer un omelette surprise”. Y subo la apuesta: “¿Qué tal si catamos por lo menos cinco?”. A mi papá le divierte ir juntos al rescate de ese sabor. A los dos nos alivia la idea de volver a salir algún día. Cuando finalmente los restaurantes abren sus puertas y la vida empieza a acompasarse a un ritmo un poco más normal, le digo que llegó el momento y empiezo a diseñar nuestro periplo.
Se me ocurre que puede ser una buena nota: “Pa, ¿y si me ayudás y la escribimos juntos?”. El plan se había vuelto ambicioso. Íbamos a investigar sobre la historia del omelette surprise, acerca de sus recetas; haríamos una variada degustación, contaríamos la experiencia y brindaríamos información.
Pero la vida a veces no es como la planeamos, claro.
El primer obstáculo fue encontrar el postre. Lo Prete cerró en 1988. La Emiliana, otro clásico, tampoco existe más.
Empiezo a pensar que el omelette surprise es un postre en vías de extinción. Hasta que lo encuentro: está, como desde hace 17 años, en Cabernet.
Salgo a buscar. Empiezo por consultar con los compañeros de foro “Buena Morfa Social Club”, siempre listos para intercambiar datos de corazones contentos. Varios integrantes se prenden enseguida a reconstruir la historia: “a la mesa lo transportaba el mozo con fuego encendido en el medio del postre, pero no recuerdo bien, ¿el fueguito estaba dentro de una media cáscara de huevo?”, duda alguien. “El original era el de Lo Prete. Si alguien ubica uno de ese nivel agradezco”, pide otro. “No entiendo por qué hablan de original, no es un postre local, es del siglo 19 y no es porteño”, protesta alguno. “Broccolino, en la época de Antonio Trio, hacía uno que era un despelote”, aseguran en un comentario más abajo. Beatriz dice que a ella le sale muy bien. Rápidamente le consultan si los vende. Pero no responde.
Sigo indagando entre colegas del periodismo gastronómico, consulto en restaurantes, llamo a chefs. Narda Lepes me cuenta que ella lo prepara -con helado de sambayón y frambuesas liofilizadas- solo para eventos. En Anafe me explican que tienen una versión, pero de estación: con membrillos frescos. En el Museo del Jamón me avisan que lo quitaron de la carta. En Santa Inés una vez lo incluyeron en uno de sus menúes semanales efímeros. En La Cabaña y El Burladero creo estar cerca, hay: aunque lo hacen a pedido únicamente.
Empiezo a pensar que el omelette surprise es un postre en vías de extinción. Hasta que lo encuentro: está, como desde hace 17 años, en Cabernet.
Allá vamos con mi papá un día de febrero, ansiosos por empezar nuestra nota.
El postre es muchísimo más pequeño de lo que recordaba, es más estético -hasta lleva unas flores comestibles-; es muy dulce para mi paladar adulto, empalaga. El pionono está como base.
Pedimos ver al sous chef; José Luis Ibarrola se acerca a la mesa, yo enciendo el grabador, le hago preguntas y él contesta: “Sí, la gente viene especialmente a pedirlo”. “No, nunca dejamos de elaborarlo, pero va variando las versiones que hacemos”. “Sí, puede llevar frutas, pero para mí eso es más una pavlova”. “No, este omelette que probaron no fue a horno, al merengue lo trabajamos con soplete gastronómico”. “Es uno de los postres más antiguos y no hay un registro de dónde es originario”, asegura y nos cuenta que su abuela lo preparaba. Da el pie para el capítulo de nostalgia.
Mi papá no pregunta, toma la palabra y nos cuenta: “De chico, en la década del 50, yo lo comía en el restaurante de Harrods. Treinta años después las llevaba a mis hijas a Lo Prete y cuando cerró, nunca más –busca anuencia en mi mirada y sigue–. Lo servían bien caliente; el merengue italiano, un poco dorado en la superficie, lo protegía para que no se derritiera el helado en el horno. Y tenía frutillas enteras adentro. Era un plato abundante, no una porción individual. Se pedía para compartir. Tal como dijo Ibarrola, se desconoce de dónde vino. Estuve buscando información. Unos dicen que surgió en 1802, en una cena del presidente de Estados Unidos, y otros consideran que es de origen nórdico”. El pastelero coincide: “Exacto, ¡eso también lo leí!”.
Mi papá y yo nos despedimos; vamos a un bar a tomar unas copas de vino. Rápidamente dejamos de hablar del postre y pasamos a otros temas: la política, sus nietos, nuestros trabajos, las películas que él ve en streaming, los libros que yo leo.
Nos olvidamos del omelette surprise.
Pasaron las semanas, pasaron muchas cosas.
Mi papá murió el 22 de abril de este año. En el cementerio, uno de sus amigos de siempre –Saverio, tan sibarita como él–, me dijo en medio de uno de esos abrazos que ayudan a mirar hacia adelante: “Seguí recomendándome a mí restaurantes. Pero no como ese al que llevaste a tu papá a comer un omelette surprise que no le gustó para nada”.
En esa cuchara, a ambos nos había faltado el sabor que añorábamos. Era demasiado más que un gusto. Pero no lo dijimos. Quizás para no mellar la ilusión.
Igual, la nota ya no la íbamos a escribir.