La coreografía del Chadō
Como un viaje al otro lado del mundo, introspectivo y relajante, las sensaciones en una ceremonia del té
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A Malena Higashi la escuché, la observé, la leí, escribí sobre ella. Sin embargo, aún no había descubierto lo esencial.
Ya habíamos conversado sobre su historia. Ya había presenciado una de sus clases en la biblioteca de la embajada japonesa. Ya había leído su libro -El viento entre los pinos-. Ya había publicado una nota con información acerca de sus cursos. Recién después, fue mi anfitriona de Chadō.
Malena Higashi es argentina, nieta de japoneses. Su abuela, Emiko Arimidzu, fue sensei de la ceremonia del té. Con ella aprendió naturalmente, jugando, hasta que entendió un sentido que iba más allá de lo lúdico, quiso profundizar y viajó a Japón para estudiar durante un año en la sede de Urasenke en Kioto.
Cada viernes, en el centro cultural de la embajada de Japón en Buenos Aires, guía la práctica -okeiko- de sus aprendices en una clase que es posible presenciar. Su libro es un ensayo donde narra la experiencia del viaje personal y el aprendizaje exhaustivo.
Hasta aquí, lo que sabía de ella, la información que había averiguado y publicado.
Un día, una amiga propuso en nuestro chat compartir una ceremonia del té privada. Justamente, era con Male.
“Las invito a sumergirse en esta experiencia con todos los sentidos”, nos decía Malena por mail y en las instrucciones aclaraba que debíamos llevar ropa cómoda, que estaríamos sentadas en el suelo y descalzas. Nos pedía evitar el uso de perfume, anillos, reloj y solamente dejaba el amable tono de solicitud al aclarar que los celulares directamente están prohibidos durante la ceremonia. “La idea es poder concentrarnos en el aquí y ahora”, justificaba retomando la parsimonia de su discurso.
Además, nos hizo preguntas: de dónde nos conocíamos, si teníamos algo que celebrar o compartir. Ahí mismo entendí que el ritual no sería una actividad estandarizada y que nos estaba llevando a pensarnos a nosotras como grupo y a enmarcar nuestro paseo, la necesidad de estar juntas para acompañarnos en nuestras circunstancias de este momento, que son variadas.
Llego a la casa de Malena y en la puerta veo un símbolo japonés: es el ideograma de Higashi y representa que ella está allí -”Me hace pensar en el arraigo”, me dijo luego-.
La anfitriona nos recibe engalanada con la vestimenta ceremonial del kimono.
En el living está el altar. Está la chabana -un arreglo floral sencillo-: puso una borla de obispo o plumerillo rojo, de la planta que crece en el jardín, en un florero trenzado que le trajo su mamá desde Kioto.
Está la caligrafía auspiciosa que eligió para hoy: Kotobuki, que significa larga vida, felicidad.
En la mesa están los dulces: se dedicó a la minuciosa preparación que exige el wagashi -pastelería japonesa- y cocinó al vapor egaoman -una masita de poroto aduki.- Lleva un punto rojo en la cima: “simula en hoyuelo que se forma en la mejilla cuando sonreímos”, nos explica.
También están los libros y las fotos con las que nos irá introduciendo algunos aspectos de su cultura de origen.
Nos invita a pasar al jardín donde unas mantas son el tatami de nuestra ceremonia. Sobre ellas, están las siete tazas diferentes: una para cada una de nosotras. Todas poseen una historia, un origen y una estética distintas; las seleccionó de su colección especialmente para hoy.
Debemos girar dos veces la taza antes de beber y hacerlo nuevamente al terminar. Cuando la ceremonia finaliza, nos quedamos conversando. Hacemos preguntas, compartimos sensaciones. Hablamos pausado y estamos relajadas. Es como si hubiéramos viajado al otro lado del mundo
El agua ya está caliente en el furo-kama -un recipiente que cumple las veces de pava eléctrica pero es mucho más elegante-.
De los pliegues de su kimono, Malena extrae lienzos con los que irá limpiando cada uno de los elementos a utilizar. Sus manos hacen movimientos hermosos, su gesto denota una alegría serena. Es una coreografía tan ensayada y sentida que surge naturalmente por más que se repita exactamente igual desde hace miles de años.
Malena nos va sirviendo, una por una, usucha -un té liviano de matcha que bate con bambú hasta hacer espumoso-. Tenemos que beberlo en tres sorbos, según indicó. Aunque también nos dijo que no sigamos las reglas y nos dejemos llevar. El disfrute será nuestra premisa prioritaria. El primer trago sabe muy amargo. El segundo tiene un sabor completamente diferente. Estamos en silencio, el viento trae la música de un llamador que cuelga en algún balcón cercano. El tercer sorbo es delicioso.
Debemos girar dos veces la taza antes de beber y hacerlo nuevamente al terminar. Cuando la ceremonia finaliza, nos quedamos conversando. Hacemos preguntas, compartimos sensaciones. Hablamos pausado y estamos relajadas. Es como si hubiéramos viajado al otro lado del mundo, como si hubiéramos meditado profundo, como si nos hubiéramos trasladado en el tiempo.
Me siento como si hubiera entendido algo que las palabras -habladas y escritas- no me habían contado antes y, por ende, que yo no había podido transmitir. Hasta ahora.