Stanislaw Lem. Un narrador fantástico con dosis de humor
Una mirada a la obra del gran escritor polaco de ciencia ficción
Una definición que con el tiempo se volvió lugar común sostiene que la ciencia ficción siempre está hablando del presente: nadie, por imaginativo que sea, puede escapar al cerco que le impone el propio entorno.
Stanislaw Lem -uno de los autores más inteligentes que dio el género- llevó la idea más allá: le gustaba señalar que la ciencia ficción no era otra cosa que "la rama hipotética de la literatura realista". La frase, dicha hace medio siglo y en Polonia, un país que se encontraba por entonces tras la Cortina de Hierro, podía sonar precavida, pero más tenía de visionaria. Lem sabía -también lo dijo- que con el tiempo la mayoría de los libros morían y se volvían ilegibles. Hoy, cuando la ubicuidad tecnológica pone en crisis al género debido a una realidad que puede pasar por ficticia, el creador de Solaris sobrevive, antes que nada, como narrador magistral a secas.
Su fórmula para combatir "la baja calidad y la infeliz monotonía" de la ciencia ficción, que tanto lo desesperaba, fue simple: lanzar su imaginación en todas direcciones. Lem tenía aspecto de científico, aunque sobre todo lo apasionaba la filosofía. Sus lectores en español sabían de la existencia teórica de sus tratados futurológicos, complemento de sus historias: la aparición de Summa technologiae confirma, por fin, que no eran una leyenda. Había habido de todos modos indicios de su modo de pensar. El polaco, que también desesperaba de la variante comercial norteamericana de la ciencia ficción, fue uno de los primeros en detectar el talento de Philip K. Dick, el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (hoy más conocida, gracias a la película, como Blade Runner), al que veía como indagador de una pregunta clave: ¿qué es la realidad, qué lo humano? Lo reivindicó temprana y memorablemente, cuando el estadounidense apenas empezaba a despegarse del estigma de los fanzines.
En su obra narrativa, Lem aprovechó como nadie la entrelínea que permitía lo fantástico en un contexto, los países de la órbita soviética, que toleraban la tendencia como un mal menor. El género fue un vehículo ideal para traficar ideas y angustias que en otros ámbitos hubieran resultado por lo menos peligrosas.
Solaris -su novela más recordada, de 1961- transcurre en un planeta deshabitado en que los miembros de una estación espacial empiezan a ver alterado su comportamiento: un psicólogo de visita pronto descubre la presencia de una inmensa inteligencia alienígena que pone entre paréntesis la vida tal cual la conocemos. Memorias encontradas en una bañera (que se publicó el mismo año) tiene una proyección vertiginosa: transcurre dentro de unos cinco mil años y el clima es kafkiano, decididamente distópico, con su civilización militar que vive bajo tierra y sigue reglas incomprensibles. Otras novelas "serias" son La fiebre del heno, un policial a su manera, y El invencible (1964), donde aborda de manera precursora una clase específica de inteligencia artificial.
Lem, de todas maneras, no se limitó a esas variantes originales, pero más o menos clásicas. Admirador a rajatabla de Borges, lo imitó con talento: Vacío perfecto (1972) acopia reseñas de libros imaginarios, siguiendo la estela de "Examen de la obra de Herbert Quain". También encontró una veta inédita en el humor, terreno poco explorado hasta entonces por la ciencia ficción. Los desplazamientos del astronauta Ijon Tichy a los más disparatados destinos galácticos (Diarios de las estrellas, Viajes) suelen asociarse al Gulliver de Jonathan Swift y a las fantasías filosóficas de Voltaire como Micromégas. Los cuentos de Ciberiada, por su parte, inventan la "fábula robótica", en que Trurl y Clapaucio, dos androides, viajan por el cosmos construyendo raras maquinarias sin escaparle a los deseos mundanos. El modelo son, en un tour de force asombroso, los relatos medievales, de la caballería a las hadas. La "rama hipotética del realismo", claro está, se encuentra en las ideas: resulta imposible predecir, pero es fácil de imaginar, el futuro callejón al que se dirige el propio concepto de lo humano.
Basta leer unas pocas páginas de estos libros para probar el talento estilístico de Lem. En castellano tuvo una suerte adicional: la editorial Impedimenta continúa dando a conocer obras nunca antes traducidas (Máscara, Astronautas, Golem XIV), pero antes, en las colecciones de bolsillo de Bruguera, encontró una formidable traductora sin ripios, una misteriosa señora polaca, Jadwiga Maurizio, que convirtió a su connacional en un amigo para generaciones de lectores. Sólo queda agradecerle.