Soñar una escuela que libere e iguale
La pandemia, que lo trastornó todo, exige pensar en las aulas como un espacio donde la esperanza desplace a la incertidumbre
He tenido cuatro o cinco veces el mismo sueño. La sala de profesores está toda cubierta por una capa de polvo. Los sillones, la gran mesa de reuniones, el piso de madera, las lámparas de bronce, inclusive los enormes cuadros que adornan las paredes. Mis zapatos dejan huellas como si caminara por la arena. Voy rumbo al cajón rotulado con mi apellido donde guardo mis cosas. La luz matinal entra en haces por las altas ventanas y colorea el amplio recinto. Tiene el color de esas películas de ciencia ficción en las que la nieve o el polvo cubren escenarios de la vida cotidiana congelados por algún mal incomprensible. Me pregunto si mis libros, mis herramientas de trabajo, las infusiones que me guardo para las horas libres o los espacios entre turnos estarán también así, empolvadas, privadas de su vitalidad porque no las podré usar quién sabe hasta cuándo. Siempre despierto en el momento en el que voy a abrir ese cajón. Sueño aquello que más extraño, como los prisioneros de Auschwitz que Primo Levi describió masticando en sueños el pan que no habían comido durante el día.
Una semana antes del primer anuncio de aislamiento obligatorio nos reunimos en mi casa muchos de los profesores del Departamento de Historia del Colegio Nacional de Buenos Aires (CNBA). No veo a mis compañeros desde entonces, y a mis estudiantes de este año aún no los conozco en persona, aunque he intercambiado incontables mails y trabajos prácticos, así como probablemente horas de audios, videos, y clases online. Sé de su cansancio y preocupaciones, así como de las diferentes maneras en las que estos meses de encierro los han afectado. Este año tengo varias divisiones de distintos años, conversamos mucho sobre los días que atravesamos. Una de mis hijas empezó este año su curso de ingreso para el CNBA; la otra vive un quinto año que nunca imaginó. Desde que empezaron las clases virtuales se nos rompieron una computadora y una tablet (viejas, es verdad) al igual que a algunos colegas y conocidos ("privilegiados" porque las tenían para la virtualización educativa forzosa). Muchos espacios familiares se han alterado por la irrupción de la escuela en casa, y a la inversa, porque como pocas veces los padres docentes nos hemos traído el trabajo al hogar. Los límites entre el trabajo y el hogar, entre lo público y lo privado, entre las escuelas y las casas, son mucho más difusos que antes.
¿Cómo viven esto las chicas y los chicos? Con creatividad y paciencia algunos, con apatía o desgano otros. Con demandas de atención y cuidado que expresan de distintas maneras. Indefensos y expectantes ante un futuro que se ha reducido al "día después". Ante esto, como adultos emerge como tarea principal la defensa del futuro como un horizonte positivo y que debe ser construido, un espacio que les pertenece y que significa mucho más que volver a verse con sus amigos, aunque eso sea lo que más deseen. El aislamiento convive con una aguda pérdida de horizontes debido a la incertidumbre: ¿Cómo será el año próximo? ¿Cuándo volveré a ver a mis amigos? ¿Cómo seguiré mis estudios? O, más brutalmente, ¿se contagiará alguno de mis seres queridos? Aunque sea difícil, debemos evitar que el deseo urgente de recuperar lo perdido nos obnubile y nos impida ver más allá de los próximos días o meses: proyectar un país a muchos años, que encarne en políticas más allá de las acciones concretas.
¿Cómo será la educación cuando volvamos? En muchas de las respuestas que circulan predomina la preocupación por lo sanitario, que no deja de ser importante, pero se descuida la formulación de propuestas del tipo "qué educación para qué sociedad". Resulta preocupante: corremos el riesgo de que el deseo de recuperar una normalidad que no volverá arruine la posibilidad de introducir cambios reales tanto en el sistema educativo como en la sociedad del futuro. Por ejemplo, permitir que cada jurisdicción adecúe un protocolo nacional a su realidad es reconocer la heterogeneidad del sistema educativo, pero puede ser una peligrosa forma de perpetuar la desigualdad. Si hay algo que desnudó la transición de emergencia al mundo virtual es una brecha social y económica que cualquier escuela futura debe tener por objetivo cerrar. Para lograrlo serán necesarias políticas activas y de largo plazo.
El problema sanitario será un gran condicionante de la política educativa. Por eso es necesario un pensamiento capaz de tomar distancia de la urgencia y enunciar el lugar social que tendrán las escuelas luego de una catástrofe colectiva que estudiantes y docentes tendrán que procesar como parte de su aprendizaje, pero sin que lo determine. La pandemia obliga a repensar el lugar específico de la educación y qué esperamos de ella. Por ejemplo, los estudios que "miden" la eficacia de los docentes o el grado de escolarización de los chicos por la cantidad de veces y horas que han estado conectados deben ser tomados con pinzas. Sé por propia experiencia que una profesora que tuvo palabras de aliento y afecto para sus chicos y que los puede individualizar hizo más que alguien que se limitó a subir actividades y recibir trabajos como quien recoge una red, aunque lo haya hecho conectándose todos los días.
Sobrevuela la idea de que vamos a volver al mundo que conocimos, que recuperaremos la escuela y nuestra cotidianidad habituales, pero eso no será así. Uno de los mayores desafíos para los adultos, docentes o no, es el de transmitir esta idea a quienes están creciendo sin inocularles el pesimismo. El futuro nos desafía a sostener un equilibrio delicado: crear escuelas para procesar una catástrofe social mientras construimos herramientas para proyectar un país que no sea desigual ni excluyente. Las políticas restrictivas con respecto al Estado y al gasto público muestran hoy descarnadamente sus efectos nocivos y su costo social.
Las aulas tienen que ser un espacio en el que la esperanza desplace a la incertidumbre. Y salvo que seamos unos mentirosos redomados, solo podremos lograr ese objetivo si estamos convencidos de que esto es así. Ahora bien, ¿podemos señalar un rumbo si no lo definimos antes? Para ponerlo en términos pedagógicos: ¿qué aprendimos de esta pandemia? ¿En qué sociedad queremos vivir? La nueva normalidad implicará nuevas formas de llevar a cabo muchas tareas y forzará a repensar la forma en la que lo hacíamos en el pasado. Cómo absorber esos cambios sin resignar derechos ni libertades es una pregunta desafiante y se aplica también a la educación. ¿Habrá que reformular planes de estudio, la infraestructura de las escuelas, la forma de dar clases y de evaluación? Estudiantes y docentes deberán disponer de apoyo tecnológico adecuado para instruir y educar. Esto significa desde computadoras hasta conexiones adecuadas. No es una quimera; es algo que el Estado ya hizo. Hay que discutir seriamente qué entendemos por calidad e inclusión educativas. La jerarquización del trabajo docente en todos los sentidos es clave: tenemos que ser conscientes de que un grupo importante de nuestra población –los niños y adolescentes– atraviesa una experiencia traumática en sus años de formación y necesitarán mucho más apoyo del que hubieran recibido con el típico esquema educativo.
La distopía está aquí, y en las escuelas, con claroscuros, la transitamos con una enorme dignidad, muchas veces inspirados por los más jóvenes, quienes en una visión tradicional no tendrían más que esperar lo que tenemos para decirles. ¿Y si resulta que en su pedido de afecto, en su reconocimiento de la entrega y la dedicación, nos están marcando el camino? ¿Hay algo capaz de reemplazar el encuentro solidario y constructivo entre semejantes? Nada, pero el mundo como lo conocemos, tensado al máximo por la pandemia, cada vez deja menos lugar para que eso se produzca.
Los profesores debemos aceptar que no podemos soñar con la vuelta a las escuelas que teníamos, sino a una mejor: una en la que nuestra función social sea reconocida no sólo retóricamente, en la que podamos propiciar el despliegue de la humanidad de las chicas y los chicos que dependen de nosotros. El sueño recurrente debe ser el de una educación que libere e iguale. Un sueño en el que al despertar todo esté allí para trabajar.