¿Son realmente nuestras las Malvinas?
El Gobierno acaba de convocar a la unidad nacional por las Malvinas. Afortunadamente, en tren de paz. Pero es imposible no recordar la convocatoria, treinta años atrás, a una "unión sagrada" similar, que no apela al debate y los acuerdos sino al liderazgo autoritario y a la comunidad de sentimientos. Otra vez, los argentinos se ven en la disyuntiva de aceptarla o ser acusados de falta de patriotismo.
En este revival hay algo profundamente preocupante. El 15 de junio de 1982 -en rigor, la fecha más adecuada para conmemorar estos desdichados sucesos- hubo un amplio consenso para repudiar a los militares. La derrota abrió las puertas a la recuperación democrática, y nadie quiso indagar mucho sobre los términos del consenso. Creo que todos decidimos postergar la cuestión, pero como ocurre en estos casos, hay un momento en que hay que saldar las cuentas. En 1982 hubo quienes reprocharon a los militares el haber ido a la guerra. Pero la mayoría solo les reprochó el haberla perdido. La mayoría aclamante reunida el 2 de abril probablemente habría estado muy satisfecha con un triunfo, cuyas consecuencias no es necesario explicitar. Creo que el ánimo mayoritario no ha cambiado.
La convicción de que la Argentina tiene derechos incuestionables sobre esa tierra irredenta está sólidamente arraigada en el sentido común y en los sentimientos. No es fácil animarse a cuestionarlos públicamente. Malvinas es una de las claves del nacionalismo, una tradición política y cultural que a lo largo del siglo XX fue amalgamando diversas corrientes. Hubo un nacionalismo racial: hasta hace poco en los libros de geografía se decía que la población argentina era predominantemente blanca. También hubo un nacionalismo religioso: la Iglesia sostuvo que la Argentina era una "nación católica", y colocó al resto en un limbo de metecos. Hay un nacionalismo cultural, eterno buscador de un "ser nacional" que exprese nuestra "identidad". Y hay un nacionalismo político: el yrigoyenismo en su momento, y el peronismo luego, se presentaron como la expresión de la nación.
Todas esas versiones, que buscan la unanimidad nacional, están llenas de contradicciones y aporías: en el país hay demasiados morenos, judíos, borgeanos o no peronistas, que desmienten la unanimidad. Lo que las conjuga en un territorio que es el sostén último de la argentinidad. Se supone que las bases de una nación deben estar más allá de las contingencias de la historia. Por eso, nuestro territorio fue siempre argentino, quizá desde la Creación, y todo quien lo habitó fue argentino. Incluso los aborígenes, que desde hace diez mil años ya se ubicaban a un lado u otro de las fronteras.
Base de nuestra nacionalidad, el territorio es intangible, y la amenaza sobre su porción más pequeña conmueve toda la certeza. Allí reside el callejón sin salida de Malvinas. Pocos argentinos las conocen. Pocos podrían decir que les afecta en su vida personal. Pero la "hermanita perdida" está enclavada en el centro mismo del complejo nacionalista. La argentinidad de las Malvinas, menos alegada en el siglo XIX, ha sido afirmada en el siglo XX en todos los ámbitos, comenzando por la escuela. Las islas irredentas están incluidas en todas las versiones del nacionalismo. Cualquier acción destinada a establecer el dominio argentino será celebrada o al menos aprobada. Muchos critican algunas consecuencias de esa idea, particularmente el militarismo. Pero no basta. Es necesario revisar las premisas, si no queremos repetir las conductas, como parece que estamos a punto de hacerlo.
Es cierto que la Argentina tiene sobre Malvinas derechos legítimos para esgrimirlos en una mesa de negociaciones con Gran Bretaña. Pero no son derechos absolutos e incuestionables. Se basan en premisas no compartidas por todos. Del otro lado argumentan a partir de otras premisas. Si creemos en el valor de la discusión, debemos escucharlas. El argumento territorial que esgrimimos se basa en razones geográficas e históricas. Las primeras se expresan en un mapa de la Argentina; lo hemos dibujado tantas veces en la escuela que terminamos por creer que era la realidad. Muy pronto nos llevaremos una sorpresa, cuando descubramos que son muchos los aspirantes a la soberanía sobre nuestro Sector Antártico. En cuanto a Malvinas, debemos enterarnos de que nuestras ideas sobre la Plataforma Submarina y el Mar Epicontinental, que tan convenientemente se extienden hasta incluirlas, no son compartidas por muchos.
En cuanto a la historia, los derechos sobre Malvinas se afirman en su pertenencia al imperio español. Pero hasta el siglo XIX los territorios no tenían nacionalidad; pertenecían a los reyes y las dinastías y en cada tratado de paz se intercambiaban como figuritas. Antes de 1810, Malvinas cambió varias veces de manos, como Colonia del Sacramento -finalmente uruguaya- o las Misiones, que en buena parte quedaron en Brasil. Sobre esta base colonial se puede construir un buen argumento, pero no un derecho absoluto e inalienable.
Luego de 1810, lo que sería el Estado argentino prestó una distraída atención a esas islas, que los ingleses ocuparon por la fuerza en 1833. De esa ocupación quedó una población, un pueblo, que la habita de manera continua desde entonces: los isleños o falklanders , incluidos en la comunidad británica. En ese sentido, Malvinas no constituye un caso colonial clásico, del estilo de India, Indochina o Argelia, donde la reivindicación colonial vino de la mano de la autodeterminación de los pueblos. En Malvinas nunca hubo una población argentina, vencida y sometida. Quienes viven en ella, los falklanders , no quieren ser liberados por la Argentina.
Me resulta difícil pensar en una solución para Malvinas que no se base en la voluntad de sus habitantes, que viven allí desde hace casi dos siglos. Es imposible no tenerlos en cuenta, como lo hace el gobierno argentino. Supongamos que hubiéramos ganado la guerra, ¿que habríamos hecho con los isleños? Quizá los habríamos deportado. O encerrado en un campo de concentración. Quizá habríamos pensado en alguna solución definitiva. Plantear esas ideas extremas -creemos que lejanas de cualquier intención- permite mostrar con claridad los términos del problema.
Podemos obligar a Gran Bretaña a negociar. Y hasta convencerlos. Pero no habrá solución argentina a la cuestión de Malvinas hasta que sus habitantes quieran ser argentinos e ingresen voluntariamente como ciudadanos a su nuevo Estado. Y debemos admitir la posibilidad de que no quieran hacerlo. Porque el Estado que existe en nuestra Constitución remite a un contrato, libremente aceptado, y no a una imposición de la geografía o de la historia.
En tiempos prehistóricos -se cuenta- los hombres elegían su pareja, le daban un garrotazo y la llevaban a su casa. En etapas posteriores los matrimonios se concertaban entre familias o Estados. Hoy lo normal es una aceptación mutua, y eventualmente el cortejo por una de las partes. Hasta ahora intentamos el matrimonio concertado, y probamos con el garrotazo. No hemos logrado nada, salvo alimentar un nacionalismo paranoico de infaustas consecuencias en nuestra propia convivencia. Queda la alternativa de cortejar a los falklanders . Demostrarles las ventajas de integrar el territorio argentino. Estimularlos a que lo conozcan. Facilitarles nuestros hospitales y universidades. Seguramente a Gran Bretaña le será cada vez más difícil competir en esos terrenos. Durante varias décadas, la diplomacia argentina avanzó por esos caminos. Había aviones, médicos y maestros argentinos al servicio de los isleños. Probablemente hubo avances, en un cortejo necesariamente largo. Pero en 1982 recurrimos al garrotazo. Destruimos lo hecho en muchos años. Creamos odio y temor, perfectamente justificados. Perdimos las Malvinas. Y, además, perdimos a muchos argentinos.
Hoy debemos resignarnos a esperar que las heridas de los falklanders se cierren. Pero también necesitamos un trabajo de introspección, para expurgar nuestro imaginario del nacionalismo enfermizo y construir un patriotismo compatible con la democracia institucional. Si no lo hacemos, siempre estaremos listos para el llamado a una "unión sagrada".
© La Nacion
El autor es historiador. Es miembro del Club Político Argentino