Soledades en tiempos de pandemia
LAUSANNE, Suiza
Cuando hace veinte años empezaba a residir en París, me llamó la atención el dato de que en esa ciudad se encuentra, en proporción, la mayor cantidad de departamentos habitados por un solo individuo. Cuando uno pasea como turista en aquella ciudad emblemática, el ambiente morne (mezcla de tristeza y melancolía) parisino pasa por ser parte de la nostalgia que hace a la singularidad de la ciudad. Pero cuando uno se establece allí, la ciudad entera parece sufrir, de alguna manera extraña, de soledad. Fue por entonces que el gobierno laborista del Reino Unido intentó por su parte encontrar un remedio al mismo problema con la creación del Ministerio de la Felicidad, que refleja la voluntarista pretensión de atender o aplacar la soledad de los ciudadanos. Todos los estudios confirman que las enfermedades asociadas al "trastorno" de la soledad cuestan mucho dinero a las arcas de la salud pública. Sin embargo, ¿puede la soledad ser considerada un trastorno? ¿Es un objeto extraño a la persona, una especie de virus que vendría de repente a poseer su subjetividad desde afuera?
En estos tiempos de pandemia son muchas y variadas las oportunidades en las que he sido invitado a intervenir como filósofo a propósito de esta cuestión. En los colegios se hace evidente que el período de aislamiento, el distanciamiento y las restricciones de todo tipo están produciendo en los chicos reacciones cuyas consecuencias son difíciles de calcular. Hay sobrada evidencia, sin embargo, de que algo del orden de un íntimo sufrimiento se instala en ellos. En este contexto, parece indicado tomar nota de algunos aspectos de orden filosófico y existencial en relación con la soledad.
"Quizá también haya que amar la soledad para conseguir no estar solo", escribe Marguerite Yourcenar en Con los ojos abiertos. Para detenernos en esta paradoja, tenemos que evitar la concepción corriente de la soledad, que ve en ella un movimiento de repliegue del yo, el yo entendido como una isla, cerrado en sí mismo. En verdad, no se podría hablar de un yo aislado, pues la idea de soledad absoluta solo puede concebirse en la ficción. El lamento habitual de "estar solo en el mundo" es elocuente como expresión del sentimiento, pero no refleja de modo suficiente lo que acontece, en la medida en que solo se puede existir bajo la premisa de un "estar con los otros". Inclusive a pesar nuestro, uno está o es siempre con los otros. No solo como un estar o un ser "el uno para el otro", sino también cuando estamos uno contra el otro o uno sin el otro. Esta relación se establece inclusive en el caso de la indiferencia de unos hacia otros. Desde esta perspectiva, estar solo es algo así como un modo deficiente del estar con, como señala Martin Heidegger en el muy citado párrafo 26 de Ser y tiempo.
El sentimiento de estar encerrado, aislado y hasta oprimido por la ausencia del otro se ve reforzado por el persistente modo de pensar que la filosofía denota hace siglos y que consiste en presuponer antes que nada un sujeto aislado para preguntarse en un segundo momento cómo podría este salir de su interioridad enclaustrada. Resulta sintomático que esa sensación de aislamiento no se disipe al caminar por veredas atestadas de gente, unos al lado de los otros; es decir, por el trato cotidiano e impersonal con los demás. Al contrario, moverse sin cesar entre muchos que al final no representan más que número sin rostro, signa la huida que nos lleva a esquivar las preguntas decisivas. Terminamos así conformándonos con preguntas pequeñas, sucedáneas. Y cuando la pregunta carente de vuelo se instala, el sentimiento de estar aislado se arraiga todavía más.
La alternativa de oponer un yo solitario desligado de los demás a un yo solidario con los otros resulta pues un tanto simplista y hasta falsa. Para abordar la cuestión de la soledad habría que preguntarse antes lo que significa ser propiamente uno mismo. ¿Quién es ese que soy? Si la posibilidad más íntima que todos compartimos, que es la posibilidad de morir en cualquier momento, es experimentada solo en la más profunda soledad, es porque dicha posibilidad reclama lo que cada quien tiene de único. Cada uno está llamado a asumir su finitud de una manera singular, sin poder ser reemplazado en ese trance por nadie. No hay muerte en general, así como no hay existencia humana en general, ni anónima. La soledad revela la extrema extrañeza de ser quien soy, tanto mientras vamos siendo como cuando llega el momento de dejar de ser quienes somos. La soledad entonces nos invita a mirar de frente esta encrucijada que brota de su seno. En otras palabras: cada cual, desde su libertad, puede asumir o esquivar el regalo de la propia soledad.
Esta soledad, ligada a la más radical y singular vulnerabilidad, permite el verdadero encuentro con el otro, más allá de las dispersiones relativamente vanas. Lo que en la propia soledad encontramos de singular nos habilita a reconocer lo que el otro tiene a su vez de único.
Hay que entrar en la soledad. Hoy más que nunca. Lejos de la idea de apartarme para entretenerme solo conmigo mismo desligado de toda obligación, la soledad es otra cosa. Como dice Nietzsche, "la valía de un hombre se mide por la soledad que le es posible soportar"; ella sostiene "lo más grave y lo más peligroso".
En suma, la soledad preserva la posibilidad de la libertad e impide a la vez que desertemos de la responsabilidad replegándonos sobre el yo o sobre una existencia privada mezquina. Desde la más exigente de las soledades resuenan las palabras de Hölderlin: "Quien piensa lo más profundo es capaz de amar lo más vivo".
El autor es filósofo DEA UNED Madrid; licenciado en Derecho y Ciencias Políticas